Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Señora con gato

D

ecidí venir a verte antes de noviembre por varias razones. Durante los días de Muertos llegan muchos visitantes y todo se complica: la carretera se vuelve intransitable, los pocos estacionamientos que hay en el pueblo se llenan rapidísimo y los automovilistas tenemos que ir de un lado a otro buscando quién nos alquile su garage durante las horas que se prolongue la estancia aquí.

Lo que acabo de decirte me hizo recordar aquella vez en que, por exigencias de tu trabajo, querías tomar fotos en algún cementerio civil. Consultamos y elegiste uno que se encuentra lejos de la ciudad: éste. El proyecto me pareció fascinante y cuando me preguntaste si me gustaría acompañarte sólo aplaudí y salté como una niña alborotada.

Fue hace cuatro años, más o menos por estas fechas, pero lo recuerdo todo como si hubiera sido ayer. La experiencia me despertó muchas emociones. Reviven cuando miro las fotos que me regalaste. Todas son muy bellas, pero mi preferida es la que le tomaste a la mujer que encontramos sentada, sin derramar una sola lágrima, junto a una tumba que no pasaba de ser un túmulo de tierra seca. En el tablón que hacía las veces de lápida quedaban restos de pintura azul y algunas letras blancas.

No pude leerlas. Quería estar contigo cuando te acercaras a la mujer para solicitarle el permiso de fotografiarla. Mientras le explicabas el motivo de tu interés, ella levantó la cabeza y se te quedó mirando unos cuantos segundos que a mí me parecieron una eternidad. Luego alzó los hombros para demostrarte su indiferencia.

II

A esas horas éramos los únicos visitantes. Se oía el canto de los pájaros y, a la distancia, el arrastre de una escoba de varas y fragmentos de la conversación que sostenían los aguadores: un anciano y dos niños. Me pregunté qué futuro les esperaba. No alcancé a responderme porque me distrajo la aparición de un gato primoroso, blanco y manchado de negro. Sin temor alguno se echó junto a la tumba donde rezaba la mujer solitaria. Mientras ibas de un lado a otro buscando el mejor ángulo para tu foto dijiste: Envidio a ese animal, porque ignora el dolor de la muerte; en cambio los perros...

Inesperadamente, la mujer se hincó y se puso a cantar. Su voz, de tan aguda, parecía un lamento. Me contagié de su tristeza y me solté llorando. Mi reacción no te sorprendió y, sin decirme nada, me abrazaste. Llevaba mucho tiempo sin sentir la emoción que provoca esa proximidad. La desconfianza que en un principio me había despertado la doliente solitaria se convirtió en una extraña sensación de agradecimiento.

Hago un paréntesis: cuando terminaste tu trabajo, camino a la salida del panteón me acerqué a despedirme de la desconocida y pude leer lo escrito sobre el tablón azul; más bien dicho, lo único que quedaba del nombre del fallecido: tres letras que coincidían con tus iniciales. Tuve que hacer un esfuerzo enorme para controlar mi terror. Necesitaba alejarme de allí lo antes posible, por eso celebré tanto tu sugerencia de que hiciéramos un recorrido por el cementerio. El paisaje que lo rodea sigue siendo maravilloso. Me alegra, sobre todo por ti.

Aquel día, de regreso a la ciudad me puse a llorar. Quisiste saber el motivo y te mentí atribuyendo mi pena al recuerdo de la doliente solitaria. Me preguntaste si había notado la aspereza de sus pies. Por supuesto. Al verlos pensé que estaban hechos con la misma tierra reseca de la tumba donde yacía su difunto. Dijiste que tal vez titularas la foto Mujer de barro. Te sugerí: Señora con gato. Te pareció muy obvio. Aunque no quiera, reconozco que tuviste razón.

Mi comentario es una treta para no llegar a lo que necesito contarte. Aquella mañana, mientras caminábamos entre las hileras de tumbas, de vez en cuando te detenías para leer los epitafios y mirar a los insectos diminutos que las recorrían siguiendo el trazo de las letras con que estaba grabado el nombre del ausente y los números que contenían su vida, a veces tan breve que entre la fecha de nacimiento y la de muerte distaban unas cuantas semanas.

III

Te visito con mucha menos frecuencia de lo que desearía. Entre las distancias y el ritmo de trabajo no me queda tiempo para venir hasta acá. Aunque llamo por teléfono al vigilante del panteón para que mantenga limpio tu sepulcro (a cambio de la propina que luego le doy), temo que olvide mi súplica. Se agrava mi idea de que te abandono cuando imagino vacíos y polvorientos los floreros que adornan tu sepulcro. Eso me causa llanto.

Alguien que de seguro tuvo las mismas inquietudes que yo, solucionó el problema mediante un recurso muy práctico: en las cuatro esquinas de la tumba (Amado Celso: duerme tranquilo. Nunca te olvidaré) puso latas llenas de rosas artificiales. Permanecen en su sitio, pero es notable cómo han perdido el color. Eso me lleva a suponer que la doliente murió y a decirme que en este mundo nadie ni nada puede escapar.

Siempre que vengo recuerdo aquella mañana en que te acompañé a la sesión fotográfica. Me desconsuela que ya no estés y en cambio las fotos que me regalaste sigan en perfectas condiciones. Ya te dije que las miro con frecuencia, en especial Mujer de barro. Jamás he vuelto a encontrar a tu modelo. La tumba junto a donde la vimos está completamente deshecha. Encima de esa ruina queda el tablón azul. Una mano caritativa le puso una piedra encima para impedir que el viento la arrastre y la aleje de su misión: proteger y dar constancia.

Si he mencionado varias veces nuestra primera visita aquí es porque aquel día sucedió algo que nunca te dije y sigue obsesionándome: cuando me acerqué a la doliente solitaria para despedirme, alcancé a leer lo escrito sobre el tablón azul. Era un nombre del que sólo eran legibles tres letras. Sentí pánico al darme cuenta de que correspondían a tus iniciales. Iba a decírtelo, pero me lo impidió el temor a tu reacción y a que me acusaras, como tantas otras veces, de supersticiosa. Reconozco que lo soy, y bastante, pero a veces mis supersticiones son corazonadas. Si alguien lo sabe eres tú.