Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Nuestros ayeres

A

las 11 de la noche el vagón va menos atestado que a otras horas. Algunos pasajeros duermen, dos jóvenes con el uniforme de la empresa donde trabajan hablan en voz muy alta de los incidentes del día sin importarles la curiosidad que despiertan. Sus risas distraen a Luis Antonio de la lectura del periódico y los mira con un gesto reprobatorio. Entonces descubre junto a la puerta a Bruno, su antiguo compañero de la secundaria. Le basta con verlo para recordar sus dos apellidos: Hidalgo Tavera y la expresión infantil de su rostro.

Desde su observatorio, Luis Antonio se da cuenta de que el tiempo no ha disminuido la excepcional estatura de Bruno. Ha embarnecido. Sigue llevando lentes de armazón pesada que llevaba en la secundaria e inspiraron un mote despectivo – Cuatrojos–, que fue causante de peleas en el último patio de la escuela bajo la supervisión del prefecto. ¡Qué tipo!, murmura Luis Antonio ante el recuerdo de aquel viejo tolerante.

Antes de la pelea, Bruno se quitaba los anteojos y los ponía en manos de alguna de las niñas que, como espectadoras privilegiadas, declaraban su preferencia casi siempre por él: Dale duro, Hidalgo, dale duro. Ese apoyo lo compensaba de la obvia desventaja ante sus adversarios.

Luis Antonio se pregunta si su ex compañero recordará las prolongadas conversaciones que sostenían acerca de sus planes. Incluían largas estancias en el extranjero, investigaciones, viajes... Para cualquier persona habrían sido demasiado ambiciosos, y más para ellos, dadas sus circunstancias; sin embargo no lo advertían y hablaban de sus futuros logros con absoluta seguridad.

¿Cuántos de sus proyectos se realizaron? En el caso de Bruno, lo ignora; en cuanto a él, no consiguió realizar su sueño de convertirse en piloto aviador. Al concluir la preparatoria tuvo que suspender sus estudios a causa de una severa crisis económica originada en el accidente de trabajo sufrido por su padre.

Entonces se puso a trabajar como ayudante en una peluquería de Tacubaya. El sueldo era mínimo y las posibilidades de mejorar nulas. Buscó otra oportunidad y la encontró en un taller mecánico. De allí pasó a una gasolinera. Uno de sus clientes, que era supervisor en una fábrica de hilados y tejidos, le dijo que estaban haciendo nuevas contrataciones. Luis Antonio se presentó con su solicitud. Tuvo suerte. Hasta la fecha siguen trabajando allí él y su esposa Minerva.

A pesar de que fueron compañeros desde la primaria, Luis Antonio pocas veces habla de Bruno. El domingo, durante la sobremesa, se refirió a él como su mejor amigo. Minerva dijo que le gustaría conocerlo y le propuso que lo invitaran a cenar. Hace años que no sé nada de él y no creo que acepte venir. Quedamos muy distanciados. Ella quiso saber el motivo. Le bajé a la novia. Se llamaba Elvira, famosa por el cabello pelirrojo y las piernas bonitas. Minerva fingió un ataque de celos y la velada terminó como una placentera noche de gatos.

III

El noviazgo de Luis Antonio con Elvira había durado unas cuantas semanas inolvidables, pero su amistad con Bruno quedó destruida. Sus esfuerzos por restañarla fueron inútiles. Hizo un último intento la mañana en que recibieron el certificado de estudios. Bruno se mostró comprensivo y bien dispuesto, pero nunca cumplió su promesa de llamarle para hablar.

Luis Antonio piensa que tal vez sea el momento de hacerlo, de saldar cuentas; de otro modo no se habría dado el encuentro fortuito. Su amigo no lo ha visto y podría bajarse en la siguiente estación, desaparecer sin darle oportunidad de reconstruir su amistad. Han transcurrido demasiados años como para que el rencor siga intacto.

Cede al impulso, se levanta y se acerca a su amigo. Bruno tarda unos segundos en reconocerlo, pero enseguida lo abraza: Hermano, quién me iba a decir... Tampoco imaginé... Pero fíjate qué curioso: el domingo precisamente le estaba hablando a mi mujer de ti. Veo que te casaste. Y tú, ¿sigues soltero? Sí. Ya te contaré. Me bajo en la siguiente estación. Déjame tu teléfono... ”¿Para que después no me llames?” Bruno capta la alusión a lo ocurrido el último día que se vieron y saca del bolsillo su celular: De una vez lo apunto para que no se me pierda. Dime...

¿Tienes prisa? Hay muchas cosas de qué hablar. Te invito un café. A estas horas ya no tomo: me quita el sueño y después llego al trabajo hecho un imbécil. ¿Dónde estás? En el sitio que menos te imaginas: un laboratorio, como empacador. Si el café te cae mal, podemos tomarnos una cerveza. Buena idea.

IV

A la luz de esa breve conversación, Luis Antonio recuerda sus sueños juveniles. Es evidente que para ninguno de los dos pasaron de ser eso –sueños–, pero no lo menciona. Se alegra de que hayan llegado a la cantina. Sólo una mesa está ocupada por un hombre que habla solo. Bruno elige la que está junto a la salida de emergencia. Brindan por el encuentro y empiezan a tejer, a base de preguntas y respuestas, un puente que los conduzca al mundo que compartieron.

Inevitablemente hablan de sus antiguos compañeros; también de Elvira. ¿Volviste a verla?, pregunta Luis Antonio. Sólo una vez, haciendo cola en un cine. Ella también me vio, pero se hizo disimulada. ¿Cómo está? Preferiría no haberla encontrado. Y pensar que estuve a punto de suicidarme por ella. ¿Hablas en serio? ¡Qué estúpido!, responde Bruno sin dar mayores explicaciones.

La referencia a Elvira se interpone entre ellos. Durante unos minutos arrastran la conversación y al fin la dan por terminada. Se despiden con la promesa de mantenerse en contacto. Bruno aborda de prisa un taxi. Luis Antonio se queda mirando cómo se aleja su mejor amigo, un muy bello recuerdo y todos sus ayeres.