16 de junio de 2018     Número 129

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Suplemento Informativo de La Jornada

Tío, pero si la que manda en casa es mi tía: la masculinidad en Jiquipilco el viejo

Adrián Palma Patricio Doctor en Antropología por el CIESAS


Jiquipilco, cambios imperceptibles... pero se mueve.
FOTO: Bob Freund

Aunque todos los varones compartimos privilegios sociales, con sus debidos matices, por el sólo hecho de nacer varones, las diferencias y desigualdades se manifiestan cuando el género se cruza con otros ejes de diferenciación social, como la etnia o la clase social. La masculinidad de los obreros de la colonia Santo Domingo en la Ciudad de México –de los que escribe Matthew Gutmann- difiere en condiciones de ejercicio de la masculinidad y de las relaciones de poder entre los tojolabales de Chiapas, de los cuales da cuenta Martín de la Cruz López, por solo mencionar dos ejemplos de un corpus de literatura emergente en los estudios de masculinidad en México.

En este breve artículo selecciono algunas observaciones etnográficas y de conocimiento situado de la masculinidad en Jiquipilco el Viejo, Estado de México. Un tema como el que aquí se aborda sobrepasa estas breves líneas, por lo cual ofrezco una corta aproximación. Lo aquí expresado tiene la finalidad de acercarse principalmente a las continuidades (y en menor medida los cambios) de la masculinidad en un pueblo otomí, bilingüe y con diferentes transformaciones culturales ocurridas por lo menos desde la década de 1960. Me concentro en aspectos de la historia de vida de Filiberto (56 años) y en algunas observaciones derivadas de mi trabajo de campo antropológico durante el 2014, así como de mi conocimiento de más de tres décadas del pueblo natal de mi madre († 2018): Jiquipilco el Viejo, perteneciente al municipio de Temoaya.

Cecilia († 2018), mi madre, nativa de Jiquipilco, me contaba que cuando era niña, a principios de la década de 1950, quería continuar sus estudios en la escuela primaria, pero su hermano mayor lo evitó, convenció a su padre que no valía la pena que mi madre estudiara pues al ser mujer se casaría. Estas prácticas de masculinidad siguen presentes en diferentes grados en distintas generaciones, ya sea sobre la autonomía de las mujeres o sobre la clara división sexual del trabajo que delega exclusivamente en las mujeres la crianza de los hijos y el trabajo doméstico.

Hasta hace tres años Albertina (39 años) no podía salir a trabajar, pues su marido Adán (41 años) se lo prohibía. La falta de ingresos y la manutención de tres hijas doblegó el pundonor de Adán, no sin tensiones y violencia de por medio. Hoy día Albertina sale a vender a Toluca, pues el alcoholismo de su esposo, así como su trabajo irregular la dejan con pocos ingresos. Adán forma parte de una familia que espacialmente habita en terrenos contiguos a sus hermanos. Son una gran familia extendida, esto es frecuente en Jiquipilco, pues los lazos familiares son estrechos y muy importantes. Casi todos los hermanos de Adán han golpeado a sus esposas, como su padre lo hacía con su esposa (†).

La masculinidad es el conjunto de prácticas que se tienen a diario en algunas dimensiones como la paternidad, la sexualidad y la división sexual del trabajo, para solo mencionar tres de las más importantes, pero además se es hombre en muchos ámbitos institucionales: en el campo, el espacio público, el hogar, las relaciones de género específicas en distintos ciclos de vida, en suma, en la vida cotidiana.

A Filiberto (56 años) le gusta ‘tener la razón’. Cuando uno platica con él orienta la conversación a situaciones en las que ineludiblemente la razón le favorece. Le gusta hacer bromas, celebrarlas y provocar que se rían con ellas, y lo logra. Le regodea tener un público que no sin disidencia lo escucha, lo increpa en la misma búsqueda de ‘tener la razón’ y de verse así mismos públicamente como hombres cabales, de razón, firmes, algunas veces intransigentes e impertinentes. Al escuchar el español de Filiberto, cambia algunos géneros de las palabras como “de un vez”, “la tequila”; su voz es pausada cuando tarda en articular algunas ideas, tartamudea con la mirada clavada en su idea, para acto seguido mirarte como si te estuviera retando.

Filiberto nació y creció en Jiquipilco el viejo, un pueblo que hasta 1960 prácticamente era monolingüe en otomí, mujeres y hombres fueron aprendiendo el español en su vida migrante a “México”, la ciudad, y en segundo lugar por los programas de alfabetización. Jiquipilco el Viejo pertenece al municipio de Temoaya, el municipio con mayor cantidad de hablantes de otomí en términos absolutos y relativos del país.

Los papás del señor Juan Fabián (63 años †) no hablaban español o “muy poco, en aquel tiempo nadie hablaba español, unas cuantas gentes hablaban unas cuantas palabras, pero mis papas no, nadie”. Juan Fabián (63 años †) aprendió el español alrededor de 1968 “a los 14 años, muy poco, y ya después pues se fue así aprendiendo un poquito más”. La transición de un pueblo donde prevalecía el otomí a uno bilingüe abrió otros horizontes de vida cotidiana en Jiquipilco y contribuyó, entre otros factores, a los cambios de sus identidades como otomíes.

A Filiberto lo he visto hablar otomí con su esposa y con algunos varones de su generación, quienes suelen hablarlo actualmente en contextos estratégicos, cuando deliberadamente pretenden dar a conocer algo en círculos íntimos y que claramente excluye a quienes no lo entendemos. Los hijos de Filiberto ya no hablan otomí, y sólo algunos de ellos lo entienden. Los nietos son drásticamente monolingües del español, pero observan la secrecía del otomí entre los adultos, algunos bromean con algunas palabras que aprenden. Los jóvenes entienden y hablan parcialmente el otomí, y contradictoriamente se adscriben como otomíes; la cultura contemporánea y el boom de las redes sociodigitales les colocan en otro tipo de cotidianidad a la de sus padres o abuelos, quienes se formaron como hombres en contextos distintos, desiguales y variados.

Las noticias más antiguas sobre este pueblo lo refieren con el nombre de Xiquipilco, asentado en la montaña al pie de la cordillera de Monte Alto, que separa al Valle de México del de Toluca. Connotados estudiosos de los otomíes como Yolanda Lastra y Pedro Carrasco han señalado que fue un asentamiento prehispánico otomí importante, y en los primeros años de la conquista se constituyó como cabecera religiosa y política de la jurisdicción de Xiquipilco. Durante los primeros años de la colonia se fundó otro pueblo nombrado San Juan Jiquipilco, y con ello Xiquipilco fue perdiendo importancia como pueblo prehispánico y encomienda colonial hasta pasar a ser denominado Jiquipilco el viejo.

El nivel de educación superior en el pueblo es bajo: 1.4%, según datos del INEGI (2010). La observación etnográfica da cuenta que en el pueblo se dedican a actividades de auto-sustento como la siembra de alimentos (principalmente maíz), al autoempleo en tiendas de abarrotes, papelerías, tlapalerías, venta de tortilla y panaderías, y un sector pequeño al transporte público en taxis. Buena parte de sus habitantes sale a trabajar a Toluca o a la Ciudad de México. El Sistema para la Consulta de Información Censal 2010, del INEGI, en su rubro de “Características económicas” señala que la Población económicamente activa es del 49.7%, de los cuales el 22.4% son mujeres y el 78.1%, hombres. Los hombres asumen el papel de proveedores, aunque cada vez es más frecuentes observar cómo mujeres y hombres contribuyen al ingreso familiar, aunque el trabajo doméstico sigue siendo visto como un trabajo propio de mujeres. 

Todos los días Patricia (55 años) se levanta temprano a prender el fogón de leña y preparar el desayuno o almuerzo, hace tortillas o pone el té para su esposo Filiberto, que sale a cortar leña en su burro y regresa ebrio al atardecer. Ya no tienen que cuidar de sus hijos, pues casi todos están casados y llevan una vida independiente.

Filiberto (56 años) aún le pega a su mujer, menos de lo que solía hacerlo hace 20 años; lo hace cuando está borracho. Bebe pulque y cerveza desmedidamente y lleva emborrachándose prácticamente desde que se casó con Patricia. No obstante, las relaciones cambian y no todo es una fotografía inamovible. La siguiente situación cotidiana lo ilustra.

Filiberto ordena a su esposa servir el almuerzo, nos encontramos en la mesa con él, su cuñado, un amigo suyo albañil, ambos contemporáneos a él, dos sobrinos jóvenes que pasan los treinta y yo. Patricia, su esposa, nos sirve arroz con frijoles y acto seguido coloca dos refrescos de piña sobre la mesa de madera. Filiberto algo molesto le ordena que traiga un refresco diferente, un silencio incomodo se apodera de la mesa, y apenas es roto por la broma de uno de ellos, que dice: ¡Tío, pero si la que manda es mi tía! Todos, excepto Filiberto, soltamos una risa que libera la tensión. La broma no deja ser elocuente de una incomodidad, la del trato de Filiberto en las nuevas generaciones. Algunos de esas generaciones crecieron viendo a su padre beber alcohol hasta la saciedad, algunos presenciaron el maltrato físico y verbal hacia sus madres. Hay en esa broma la manifestación de un desacuerdo y una ruptura en la cotidianidad con cierta masculinidad dominante.

Los cambios en la masculinidad, observables en las distintas generaciones de los hombres de Jiquipilco el viejo se asoman como atisbos apenas identificables. Hoy día varios jóvenes cuestionan varios elementos de la masculinidad de sus padres. Estos jóvenes son blanco de la violencia estructural, la falta de oportunidades escolares y de trabajo, y viven la crudeza de la descomposición del Estado en su municipio y en otros a los que salen a trabajar. Zoé (19 años), seudónimo de un joven con secundaria trunca, en alusión a conocida banda de rock, ha viajado a otros estados a vender globos, en una ocasión fue levantado por grupos del crimen organizado, vivió para contarlo, por mencionar uno de los diferentes contextos en los que las nuevas generaciones viven y ejercen su masculinidad.

En Jiquipilco el viejo la masculinidad presenta algunos cambios, pero también continuidades, y en esa modificación y pervivencia de la estructura se puede identificar la masculinidad de un pueblo indígena en el marco de la complejidad cultural y de clase y de etnia de un país como México. La masculinidad en Jiquipilco se cruza con otras desigualdades sociales, como la marginación, la pobreza, la discriminación, la interacción con otras masculinidades, urbanas o de otras clases sociales. El análisis de la masculinidad de los pueblos indígenas tiene que considerar esta amplia complejidad para tener cuadros más completos del ser hombre en México.

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