Opinión
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Acuérdate de Acapulco
A

yer leí en el New York Times un artículo de una escritora que vive en una zona rural de Estados Unidos, que desde hace años convirtió su jardín en un huerto orgánico hecho no para producir comestibles, sino para que se reproduzcan allí los insectos. Debido al uso generalizado de pesticidas, la población mundial de abejas se está colapsando, lo sabemos, y con ellas vienen desapareciendo docenas de especies de insectos, que son no sólo bellos (lo dice alguien que de niño amaba la entomología), sino que son además importantísimos para la polinización de las plantas y para la salud de un sinnúmero de ciclos ecológicos.

La meta máxima de nuestra escritora era conseguir que su jardín se convirtiera en una estación en que pudieran reproducirse las mariposas monarcas, que cada vez mueren más en su arduo peregrinaje. El año pasado, la población de la mariposa monarca se redujo 30 por ciento respecto del año anterior, que había sido, ya de suyo, desastroso para ellas. Con todo, nuestra escritora –persistente, perspicaz y dedicada–, tardó más de 10 años en conseguir que una mariposita monarca, solitaria y maltrecha, aterrizara finalmente en su jardín y pusiera ahí sus huevitos. Esa es la clase de imaginación y esfuerzo que necesitamos hoy, pero en colectivo y a gran escala, ante el reto que tenemos enfrente.

Se trata, ni más ni menos, de rescatar el territorio. Ese es, seguramente, el desafío más importante que tiene México hoy, aunque el tema no aparece por ninguna parte en los debates de nuestros presidenciables, cuyas funciones televisadas son tan aburridas y aún más desesperantes que hacen parecer ingeniosos a Capulina y Viruta. Uno de ellos se proclama el mejor, el otro saca y proteje su cartera, el tercero llama al cuarto embustero... y así se van. Todos son de una mediocridad desoladora, no tanto por las respuestas que ofrecen (aunque también), como por su falta de horizontes. Son, al final, politiquillos, que imaginan que lo que le hace falta al país está ya claramente definido y entendido por todos: es la corrupción, es la inseguridad, es el empleo, es la familia... bla, bla, bla.

El punto cero de la ignorancia es cuando una persona ni siquiera sabe que no sabe. Por eso, un político que no sabe hacer preguntas es, al final, bastante peor que uno que no tiene tantas respuestas. Por último, las respuestas ya las encontrará la investigación especializada, mancomunada al debate público... pero un político que no admite nuevas preguntas, no convocará las discusiones que están haciendo falta. No habrá respuestas, por la falta de un liderazgo que sea suficientemente valiente como para poner las preguntas correctas sobre la mesa. Hasta ahora, hemos visto muy poco de eso. Es como si los términos de la política, esos sí, fuesen ya un arroz cocido.

Rescatar el territorio... Esa sí que es una tarea urgente. Cuando le hablé a mi hijo de la escritora que cultiva su parcela para rescatar insectos, me recomendó que me metiera a Google Earth: Recorre a México con la cámara satelital, me dijo, y verás que ya todo el país está urbanizado o cultivado; ya no quedan espacios naturales.

Lo hice por un ratito, y me di cuenta, con dolor, que tiene razón. Las regiones selváticas que conocí de niño –la región totonaca de Veracruz, por ejemplo– están transformadas en potretros y urbanizaciones. Los bosques de la Sierra Tarasca han sido talados salvajemente... Y recordé que cuando finalmente conocí el pueblo de San Juan Chamula, hace apenas 15 años, aquel famoso paraje de tejamanil, agujas de pino y olor a leña, que había imaginado desde joven con las novelas de Rosario Castellanos, se me pareció apenas como otro barrio de tabicón gris más. Otro satélite lejano de Nezahualcóyotl o de Chalco.

El estado de Morelos, por su parte, ha sido convertido todo en una urbanización: desordenada, atravesada por carreteras, sin espacio alguno para el paseo o el peatón, para el burro o el caballo. En tiempos de Plutarco Elías Calles, cuando la élite gobernante de México iba a Cuernavaca, los visitantes hablaban seguido del olor a flor de guayabo que invadía sus carros cuando se aproximaban a la ciudad... ¿Hace cuántas décadas que nadie siente ese perfume de dulzura subtropical cuando se acerca a aquella loza de concreto que todavía quieren vender como ciudad de la eterna Primavera?

En un artículo reciente que publica la Revista Mexicana de Sociología, Carlos Elizondo muestra el grado en que el Estado mexicano no pudo o no supo resistir las presiones territoriales, ni de los especuladores en bienes raíces ni de los ejidatarios, con el resultado de que, al contrario de Estados Unidos, México prácticamente no tiene terrenos nacionales protegidos. Por su parte, Homero Aridjis viene quejándose desde hace años, y con toda razón, de que, en la política mexicana, nadie entiende ni representa el tamaño del reto ambiental, ni su verdadera urgencia. Todos prefieren hablar, pensar, y actuar en términos desarrollistas, como si viviéramos en 1950. Todos prefieren cobrar e irse a una casa que imaginan como refugio frente a un desastre cuyas consecuencias, como las de todos los desastres, será siempre desigual.

La primera vez que fui a Acapulco, en 1968, el puerto era, de verdad, una perla en el Pacífico. Era imposible no enamorarse de ese lugar. La melodía de María bonita, de Agustín Lara, con su ronroneo erótico, resonaba naturalmente en el inconsciente. Hoy día, en cambio, acuérdate de Acapulco suena como advertencia.

Llevamos ya dos debates de una mediocridad desoladora, en que a cada uno le importan sólo sus números, si es o no puntero, si ganó o perdió, y si el arroz está o no cocido. Queda un último debate en que los candidatos podrían, quizá, esforzarse por hablar de los verdaderos problemas del país. A ellos, les pediría yo sólo una cosa:

¡Acuérdate de Acapulco!