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Vladimir Putin: Russia first
A

l tratar el perfil de personalidades de la política mundial satanizadas a modo, cualquiera puede decir lo que le venga en gana. Pero a inicios de 2000, cuando Vladimir Putin asumió su primera presidencia, todas las voces todas coincidieron en manifestar que había ganado las elecciones democráticamente (53 por ciento), en un Estado oligárquico y cautivo del capitalismo mafioso.

Precisemos. El investigador argentino Jorge Saborido sostiene que la mafia rusa guarda diferencias importantes con la de otras latitudes (Italia, Estados Unidos), o la de la simple criminalidad ligada a la pobreza y la marginalidad. O sea, mafias de la élite social con bajo grado de visibilidad (oligarcas) y protegidas por millares de bandas de criminales especializados en formas de violencia extrema ( Rusia: veinte años sin comunismo, Biblos, Buenos Aires, 2011).

Surgidas de los circuitos del mercado negro de la antigua Unión Soviética, esas bandas (o gruppirovik) al­zaron vuelo con las reformas liberales de Mijail Gor­bachov (1985-90) y rápidamente consiguieron un poder enorme con la política ultraliberal adoptada por el economista y ex comunista Anatoli Chubais, durante la presidencia de Boris Yeltsin (1991-99).

Un informe del Credit Suisse estimó entonces que 35 por ciento de la riqueza privada de Rusia estaba en manos de 110 megamillonarios, ocupando el segundo lugar en el mundo, por encima de Alemania (60) y detrás de Estados Unidos (415). Por otro lado, había más de 11 mil 500 firmas de seguridad privada registradas, en las que trabajaban 800 mil personas, de las cuales, casi 200 mil tenían permiso de portación de armas.

En tanto, el apolítico Fondo Monetario In­ter­nacional estimulaba la corrupción, inyectando cientos de millones para estabilizar la economía. Dólares que los oligarcas fugaban a cuentas privadas en el exterior ( off shore). Un negocio redondo del capitalismo mafioso: cesión de activos del Estado a empresas fantasma, legiones de intermediarios fi­nancieros que facilitaban la evasión de impuestos, expansión del juego ilegal, tráfico de armas, drogas, personas, recursos naturales, transporte de hidrocarburos, materiales nucleares. Éxitos económicos que el economista Jeffrey Robinson (autor de la frase los nuevos criminales globales no roban bancos. Los compran) atribuyó a las técnicas del Harvard Business School.

En 1993, Putin fue llamado por el magnate Pavel Borodin, administrador de los inmuebles de la presidencia, de total confianza de Yeltsin. Y tres años después, quedó a cargo de los asuntos jurídicos y bienes en el extranjero. Torre de control (Pons) que le permitió conocer el funcionamiento de los engranajes de la presidencia, identificando las redes del poder, y la deprimente realidad de las 89 regionales de Rusia.

Así, luego de que en 1998 Yeltsin nombró a Putin en el cargo de Borodin, y poco después director del Servicio Federal de Seguridad (ex KGB) con el grado de general al mando de 75 mil efectivos, y al año siguiente primer ministro (el quinto en 17 meses caóticos), empezaron a rodar las cabezas de oligarcas, mafiosos, terroristas islámicos y de militares que no supieron qué hacer en la frustrante primera guerra de Chechenia (1995-96).

Sin embargo, los biógrafos fueron develando otras facetas del personaje. Porque junto con la imagen de banalidad proyectada por los medios occidentales (el agente reservado, eficiente, obediente a rajatabla) estaba el político poco expresivo pero que oía, entendía, resolvía, atendía y, pareciendo leal a todos, se ahorraba desconfianzas y enemistades gratuitas.

En su artículo Rusia en el nuevo milenio (1999), un documento que izquierdas y derechas deberían leer y analizar con detenimiento, Putin escribe: La vertical del poder se ha destruido. Debe ser restaurada. Con este propósito, su táctica fue una mezcla de Maquiavelo y Sun Tzu, depurados. Fórmula que Putin empezó a ejecutar en julio de 2000, cuando convocó en el Kremlin a 21 oligarcas, obligándolos a tomar una decisión: apoyar el esfuerzo del gobierno para la recuperación del país, absteniéndose de intervenir en política.

El magnate petrolero Mijail Jodorkovski lo desafió, anunciando la intención de vender 40 por ciento de las acciones de Yukos a la estadunidense Exxon Mobil y presentarse a las próximas elecciones presidenciales. La justicia condenó al magnate a nueve años de prisión por fraude al Estado y su grupo fue des­mantelado. Era el comienzo de la reorganización de la industria. Igual suerte corrieron los magnates de la comunicación Vladimir Gusinski y Boris Berezovski, entre los casos más sonados.

En 1999, el periodista francés Alexandre Adler se preguntó por qué el inepto y alcohólico presidente Yeltsin señaló a Putin como su favorito para sucederlo en el cargo. Adler conjeturó: Había tres candidatos: un ex oficial del KGB, con 15 años de experiencia; un adversario del KGB, y un allegado al KGB abiertamente nacionalista.

Al empezar su carrera política, Putin carecía de poder efectivo. Pero poco a poco, avanzando de casillero en casillero (Pons), fue detectando a los que lo acompañarían en una misión más exigente que la encomendada a un ignoto agente de inteligencia: salvar a Rusia, la madre patria.

La estrategia de Putin fue invencible: modernización del KGB y las fuerzas armadas, apoyo de la Iglesia ortodoxa y redistribución del ingreso en un Estado nacional fortalecido con más democracia, más justicia y más equidad.