Opinión
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El oficio de perder
P

or alguna razón no quiero que el comentario que escribo sobre la autobiografía de Lorenzo García Vega sea formal, es decir, que identifique al autor, que lo juzgue o califique literariamente, que pretenda orientar al lector y dirigirlo hacia la lectura de la obra. Nada de esto quiero al comentar El oficio de perder. Sólo quiero registrar cómo llegué a dar con este libro y lo que leerlo ha hecho en mí, como cuando tiembla y necesitas contar dónde estabas mientras temblaba, cuáles fueron tus sensaciones, temores, reflexiones, tu experiencia total, qué asociaciones mentales hiciste, qué viste a tu alrededor, pero para nada enterarte de cuántos grados marcó ni cuál fue su origen ni cuál su alcance.

En diciembre de 2017 W y yo nos desplazamos temprano a reunirnos con Olvido García Valdés en el hotel en el que se hospedaba, llegada la víspera desde Toledo para dar una lectura de poesía esa misma tarde en la FIL de Guadalajara. No nos veíamos al menos desde hacía diez años y a los tres nos urgía ponernos al día y en persona en nuestras vidas, la correspondencia y los telefonazos de uno a otro lado del océano durante esa década ciertamente no nos bastaron, no fueron lo mismo que ese par de horas en que nos reunimos en el café o la otra hora en la que W y yo atendimos su lectura emocionados. Al despedirse, Olvido insistió en conminarnos a volver a cruzar el Atlántico y encontrarnos allá, también con Miguel Casado. Si no se animan a bajar a Sevilla, con tal de verlos, Miguel y yo subimos a Barcelona, nos animaba la poeta, con nuestras manos entre las suyas, con sus ojos tan acuosos como los nuestros, hasta que por fin W le confió a nuestra amiga de toda la vida que la razón por la que no se animaba a volver a su Barcelona natal, era que temía que fuera a ser por última vez.

Olvido sonrió y nos apretó más las manos. Piensa que sería por penúltima vez, W, como sugiere Lorenzo García Vega. Sin conocer al autor, sin recordar siquiera haber oído nunca mencionar su nombre ni haberlo leído, su concepto de enfrentar algo, muy anhelado pero que tememos que sería por última vez, como si lo fuéramos a enfrentar apenas por penúltima vez, fue como si hasta ese momento yo hubiera tenido los párpados cerrados y el consejo me los hubieran abierto. Así, de inmediato me lancé a la búsqueda de quién era García Vega y en qué consistía su bibliografía. Si su identidad me asombró, el título de su autobiografía me atrapó. Cómo era posible, pues era contemporáneo y paisano de, por ejemplo, Cintio Vitier y Fina García Marruz, que yo nunca lo hubiera oído mencionar por ellos o por otros amigos comunes a los que conocí, ni en La Habana donde nació, ni en México, ni tampoco en ninguna otra parte del mundo, entre escritores de aquí y de allá y de más allá entre los que me encontraba, en numerosas y variadas circunstancias y ocasiones. O, aún más inquietante, más atractivo, ¿cómo era posible que un escritor titulara su autobiografía El oficio de perder? Conociéndome, lo menos que podía hacer este encuentro era asombrarme y atraparme. Páginas adentro empecé a entender la vida de García Vega, compenetrada con ella ya estaba. Dejó su país cuando dejó de entenderlo, quizá cuando después de 30 y tantos años de acogerlo, su país de pronto y porque quiso dejó de entenderlo a él. A sus casi 80 años, jubilado de empacador en un supermercado en Miami, con sus títulos y libros académicos, y de poesía, ficción y no ficción, o de todo esto a la vez, guardados en un baúl, se sienta bajo un ventilador y, con toda desmesura, sin ningún límite de lógica, de construcción o de nada, se dedica a escribir su autobiografía, es cuando puede reír al recordar lo olvidado que ha sido él, que recuerda todo, lo bueno y lo malo, y que recuerda a todos, los buenos y los malos, vivos y muertos, clásicos antiguos, clásicos modernos, tanto como a gente ordinaria, anónima para el mundo aunque no para él; lo olvidado que ha sido él porque ni cuando mastica nueces hace ruido, y tanta delicadeza, tanta discreción, tanta naturalidad y sencillez no puede pasar por sabiduría ni por maestría de las que puedan aceptarse aunque no se comprendan, o de las que nadie admite que reconoce aunque sólo como a un temblor, tan violento que derrumba todo lo establecido y que, para rematar el daño que ha ocasionado, ríe, como sólo ríe un buen perdedor.