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Cultura universitaria, jóvenes y violencia
N

o sólo es un periodo álgido por las elecciones. También porque algunos de los grupos empresariales y políticos más agresivos sienten que las cosas pueden cambiar y eso les alarma profundamente. Por lo que haga un nuevo y distinto gobierno, pero también porque con su llegada, las organizaciones y grandes conjuntos sociales pueden leer que se abren más posibilidades de construcción de acuerdos distintos. Incluso si no se avanzara mucho en esa dirección sienten que se pondría un freno a la actual loca carrera hacia la privatización y comercialización de todo lo imaginable. No pueden dejar de presionar, ni siquiera momentáneamente, a comunidades que no quieren aeropuerto, a grandes grupos sociales que rechazan la desforestación, la explotación minera ecocida, y que ya no quieren asesinatos, desapariciones, desempleo, inflación y bajos salarios. Y para los que tienen prisa, la cultura –desde la originaria hasta la de la autonomía universitaria– es un obstáculo formidable porque desafía el sinsentido de lo que hacen, denuncia sus consecuencias, explica en un marco más amplio lo que ocurre, abre nuevos horizontes más allá del consumismo y de la ganancia, y especialmente, porque invita poderosamente a cambiarlo todo, a crear nuevos mundos y nuevas maneras de ver las cosas. Y eso atrae con fuerza enorme a los jóvenes, hoy actores clave.

No es casual que precisamente ahora exista una creciente animadversión contra las y los que estudian o quieren estudiar. Se les ve como obstáculo y amenaza social y cultural, y mujeres y hombres jóvenes –los que más sueñan y luchan– son ahora crecientemente víctimas de agresiones de la delincuencia, de las fuerzas del Estado o de la asociación de ambas. Su libertad de pensamiento y de acción es algo que incomoda y enoja profundamente. El joven estudiante asesinado en Chiapas, Enrique Gómez González y la desaparición y violencia contra Marco Antonio Sánchez (ambos unamitas) son sólo dos de las más recientes y ominosas muestras de este clima.

Ante esta violencia, la universidad debe protestar también porque es una agresión que, en el fondo, es contra ella, contra su quehacer y su papel social. No es casual que además, la universidad autónoma y pública viva hoy un proceso implacable de marginación que amenaza su existencia misma (abandono y quiebras financieras, lo más evidente). Desde la década de 1990, con la creación de más de cien universidades tecnológicas y la proliferación de miles de privadas, para los que hoy mandan, la autónoma y pública ya no es el referente principal del futuro de la educación superior. Pero, además, desde hace años, están fuertemente controladas por el binomio evaluación-financiamiento que las ha cambiado radicalmente. La conducción institucional es cada vez más gerencial y reside menos en órganos colegiados vivos. Cada profesor investigador tiene ahora un ingreso distinto al de los demás porque depende de una evaluación y, con eso, la vida académica se mercantiliza y se desvanece la identidad y fuerza del cuerpo académico. Quedan callados. La difusión cultural y la investigación se han comercializado en grado extremo (venta de cursos, diplomados) y privatizadas (gran parte de la investigación a favor de intereses empresariales o gubernamentales). Todo esto representa un profundo cambio cultural que ahoga la contribución crítica, independiente y transformadora, propia de las instituciones de conocimiento superior. Y las dramáticas realidades del país –parafraseando a León Portilla– ayocmo neci inon tezcapan, no se reflejan ya en el espejo de la sociedad que le toca ser a la universidad.

Hace más de veinte años, las instituciones mexicanas fueron tomadas por sorpresa, y sus marcos normativos para investigación, bien intencionados pero muy vagos, fueron totalmente rebasados. Por eso hoy son interesantes los esfuerzos aquí y en otras partes por ir normando la investigación universitaria. Un caso: la Autónoma de Ciudad de México. Ahí la investigación expresamente se define como pública, no comercial o privatizada, y orientada a las necesidades sociales; debe dar preferencia –como otras funciones universitarias– a las necesidades de conocimiento de los sectores sociales excluidos; implica una base ético-social que rechaza cierto tipo de investigaciones; no se la convierte en fuente de recursos institucionales y se la considera como proceso formativo en el que deben participar todos los estudiantes. También es autónoma por cuanto se define desde la perspectiva crítica de la universidad (y si eso se respeta no tiene inconveniente en aceptar financiamientos externos). Proyectos y sus resultados deben darse a conocer a comunidades potencialmente interesadas, desde tecnología para el cultivo vertical, manuales para la atención de problemas barriales, el uso de drones para detectar plagas en cultivos, hasta el desarrollo de celdas solares para y por comunidades. Un Consejo Social Consultivo hace posible el escrutinio público de qué se investiga, con qué objetivos y en beneficio de quiénes (ver Ley UACM).

Las grandes empresas y gobiernos pueden crear sus propios centros de investigación, dar empleo a miles de investigadores egresados y sin trabajo; los universitarios, abrir espacios de investigación que permitan que las autónomas puedan seguir generando vientos de transformación civilizatoria y ganarle la batalla cultural y política a la barbarie que diariamente golpea a personas concretas y al país.

Luis Javier Garrido, amigo.

*Rector de la UACM