Opinión
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La ciudad contra nosotros
L

os presidentes municipales organizados en la Asociación Metropolitana de Alcaldes de Nuevo León (Ama) se inconformaron con la Ley de Desarrollo Urbano estatal, sin duda más pobre y burocrática que la federal. El motivo: la homologación de las leyes estatales en la materia con la Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano. Acto seguido interpusieron una controversia constitucional respecto a esta ley. Y han convocado a otros alcaldes y organizaciones municipales a sumarse a su iniciativa.

¿Con qué legitimidad respaldan su acción los alcaldes involucrados? En los municipios que presiden las casas se cuartean, se derrumban o se inundan no por causas naturales. El tráfico automotriz y una pavimentación de calles y avenidas copiada de la superficie lunar tornan intransitables los trayectos citadinos y la veneración al automóvil en sus vialidades inhibe otras maneras no contaminantes de transporte. A las áreas naturales declaradas protegidas se les cambia el uso del suelo para incorporarlas a la especulación inmobiliaria y a los espacios públicos se los desafecta con ese mismo propósito; es decir, nos despojan de ambos. No se monitorea, controla y restituye la calidad del aire, y a cambio de unas multas irrisorias o sobornos se permite que las emisiones de gases tóxicos o el desprendimiento de partículas minerales originado en diversas explotaciones enfermen –maten incluso– a la población. La mala calidad del aire produce más muertes en Nuevo León que la inseguridad y la violencia, afirmó el empresario Alberto Santos Garza, presidente del Observatorio Ciudadano de la Calidad del Aire. Los habitantes del área metropolitana de Monterrey viven bajo un cielo adicional constituido por mil 500 millones de toneladas cúbicas de contaminantes hipertóxicos.

La lista de agravios a la morada común es larga. Entre ellos hay que contar una legislación deficiente y su aplicación cuajada de omisiones y deformaciones.

En los planes y estrategias de quienes están ahora en los órganos de gobierno y de los que aspiran a estar en ellos hay una omisión del tamaño de las letras más grandes en un mapa (aquellas que usualmente no se ven, según nos mostró Edgar Allan Poe): la de una política metropolitana.

El 90 por ciento del producto interno bruto se produce en las zonas metropolitanas del país. Y en ninguna de ellas, los tres órdenes de gobierno, salvo la ley general mencionada, se han sentido en la necesidad de que sean contempladas, en los llamados planes de desarrollo municipal, medidas institucionales para que planifiquen y ejecuten todo lo relacionado con obras públicas y edificaciones privadas, la provisión de agua, la salubridad ambiental y, en general, los servicios primarios, de manera común en esas ciudades conurbadas de diferentes municipios –o estados, en el caso de La Laguna.

Los presidentes municipales en rebeldía jamás se han pronunciado siquiera por lo que ahora pelean: participación ciudadana, consulta pública, opinión de los vecinos. Más bien se les conoce por no hacer caso a los ciudadanos y por imponerles obras contrarias a su bienestar y a la naturaleza. La depredación del hábitat y los daños a la población han sido su política, una política orientada por el mercado, el lucro y sus propios privilegios, casi sin excepción coludidos con lo que el periodista Raúl Rubio llama zares de la construcción.

En la ley general, al menos, se contemplan ciertas preocupaciones concretas, como la garantía, promoción y defensa de los derechos humanos de los habitantes de los municipios, y ciertos principios (artículo 2) que permiten la defensa que ellos mismos pueden hacer del lugar en que viven: el derecho a la ciudad: todas las personas sin distinción de sexo, raza, etnia, edad, limitación física, orientación sexual, tienen derecho a vivir y disfrutar ciudades y Asentamientos Humanos en condiciones sustentables, resilientes, saludables, productivas, equitativas, justas, incluyentes, democráticos y seguros. Nada que haya sido tema, ni de café, entre los responsables de los municipios que ahora, en nombre de la libertad municipal, pretenden mantener su jefatura máxima.

Ya es tiempo de que desaparezca la figura del municipio, concepto de un doble origen imperial, y de manera específica el término municipio libre, que nunca ha tenido un correlato real en México, para dar lugar a comunidades autónomas organizadas de manera republicana.

El problema más grave de gobierno en México es el de la representación política. Una y otra reforma a la Constitución en torno al municipio ha dejado de lado este problema en lo que llaman sin cesar la célula del federalismo. No es extraño, así, que los propios cabildos se hayan sumado a la rebelión de los alcaldes. Hasta ahora, ningún partido, ningún candidato a puestos municipales y menos alcalde alguno ha planteado la necesidad de que los municipios sean representativos toda vez que han sido declarados orden de gobierno desde la última reforma al artículo 115 constitucional.

A los alcaldes y sus negocios en contra de la vida colectiva y de la naturaleza se les debe equilibrar con un cabildo elegido por distritos y dejar las famosas planillas (pandillas) como una forma anacrónica de apropiarse de la vida pública, de crear un ejercicio clientelar y, al cabo, corrupción e impunidad.

Urge, pues, una nueva reforma al artículo 115 de la Constitución.