Opinión
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Trump: un año de mentiras
E

l primer discurso de Donald Trump sobre el Estado de la Unión (informe de gobierno) sólo puede ser calificado como una colección de mentiras, silencios vergonzosos y declaraciones incendiarias, así como una exhibición de la principal característica del ex presentador televisivo: la definición de la realidad a partir de sus percepciones y deseos.

Este proceder –que bien puede calificarse de esquizofrénico– se mostró sin ambages con la afirmación de que “nunca ha habido un mejor momento para empezar a vivir el sueño americano”: si se considera que tal sueño consiste en la promesa de que Estados Unidos ofrece a cualquier persona la posibilidad de alcanzar el bienestar económico mediante el trabajo duro, y que tal frase fue pronunciada por un personaje cuya bandera política más socorrida es el cierre de las fronteras a nuevos ciudadanos, no se entiende si la declaración constituye una burla o una lección de hipocresía. Otro ejemplo de la disociación entre sus actos y los efectos esperados se encuentra en la promesa del político republicano en el sentido de lanzar inversiones por mil 500 millones de dólares a fin de revertir la catastrófica situación de la infraestructura estadunidense, un propósito que choca de manera frontal con el inevitable déficit de recursos producto del mayor recorte de impuestos en tres décadas. En este aspecto debe señalarse el infundado triunfalismo a raíz del repunte económico generado por el beneficio fiscal a los más ricos, pues dicho crecimiento no sólo resulta insostenible en el mediano plazo, sino además genera una burbuja cuyo estallido resultará en una nueva crisis con efectos catastróficos para los sectores más desfavorecidos.

Además de sentar las bases para un desastre económico, el primer año de Trump en la Casa Blanca ha supuesto un desbarajuste mayúsculo en la administración pública y en las relaciones globales de la superpotencia. El grosero trato dispensado a colaboradores y ex colaboradores, el despido o deserción de personajes clave del gobierno, las inconsecuentes bravatas contra los enemigos conjugadas con declaraciones fuera de tono contra jefes de Estado aliados y, en general, una palpable insensibilidad acerca de la importancia y la gravedad de su cargo, han hecho que el mandatario presente a Estados Unidos como un poder contradictorio e incoherente, convirtiéndolo en un socio –o un adversario– impredecible y, por tanto, peligroso.

Como en todo mensaje emitido por quien detenta el poder, los silencios fueron acaso más significativos que las palabras. Así lo evidenció el completo mutismo en torno a los temas que marcaron la agenda pública durante todo el año: los abusos policiales contra miembros de minorías étnicas, la ubicua violencia sexual padecida por las mujeres, los cada vez mayores desastres causados por el cambio climático y, ante todo, la investigación de la que el propio Trump es objeto a raíz de los contactos clandestinos entre algunos de sus más cercanos colaboradores –incluidos tanto su hijo mayor como su yerno– y funcionarios rusos durante la campaña que llevó al magnate a la Presidencia.

En este último ámbito, días antes del informe se produjo un enésimo episodio del escándalo al trascender la renuncia del número dos de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés), Andrew McCabe, quien ha sido blanco de reiteradas críticas del presidente, incluidos ataques a través del medio favorito de Trump, su cuenta de Twitter, por su papel en las investigaciones sobre la injerencia rusa. Debe recordarse que en mayo pasado Trump ya había destituido a James Comey, entonces director de la misma agencia de inteligencia, un acto sin precedente en la institucionalidad estadunidense en tanto supone que el jefe del Ejecutivo se deshizo del encargado de investigarlo.

Del estridente despliegue de fake news que fue el discurso del singular mandatario es inevitable concluir que si un personaje de este talante puede llegar a la Casa Blanca, mantenerse todo un año en el poder, y rendir su informe en circunstancias de tan flagrante obstrucción de la justicia que habrían hecho la ruina de sus predecesores, es porque la institucionalidad y la sociedad estadunidenses se encuentran debilitadas hasta extremos que nadie parece dispuesto a reconocer. En suma, Donald Trump no es la causa, pero sí un alarmante síntoma de la decadencia de la todavía superpotencia.