Opinión
Ver día anteriorSábado 30 de diciembre de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Apuntes postsoviéticos

La inercia del poder

P

ostulado esta vez como candidato independiente para un nuevo periodo de seis años al frente de Rusia –sin rivales en las urnas ni programa que ilusione a la población–, Vladimir Putin se prepara para gobernar este país hasta 2024, a partir de marzo siguiente.

La inercia del poder obliga a Putin a permanecer en el Kremlin como máxima figura de un sistema que, sin él, corre el riesgo de desmoronarse, arrastrando en su caída a los magnates de su entorno que, hoy por hoy, son los auténticos dueños del país. Igual que antes, con el anterior presidente Boris Yeltsin que encumbró a los llamados oligarcas –el grupo de afortunados que se apoderó de las joyas de la economía postsoviética–, el actual mandatario convirtió a sus amigos y allegados en potentados de la lista de súper millonarios de la revista Forbes. Cambiaron los nombres, no los vicios y los abusos.

A tres meses de los comicios presidenciales, muchos rusos consideran que no vale la pena votar, ya que de todos modos va a ganar Putin; para unos, no hay alternativa frente a los personajes que se prestan a participar como simples comparsas; para otros, no representa la mejor opción para el futuro del país y no permite, con artimañas legalistas, el registro de opositores que representan un peligro potencial en las urnas.

Putin es el candidato que seguidores y detractores saben que –sí o sí– va a ser relecto, pero ni unos ni otros tienen idea de cuál es su propuesta para el próximo sexenio, más allá de recibir gustosos las típicas dádivas de cualquier época prelectoral (condonación masiva de deudas, subida salarial de militares y policías, mínimo aumento de pensiones, etcétera), mientras los medios de comunicación al servicio del Kremlin inculcan a su auditorio que Rusia es un país acosado desde el exterior.

En 2017 se produjeron varios hechos inesperados que cuestionaron el liderazgo de Putin al interior de Rusia: la rebelión de los jóvenes que salieron a la calle para protestar por la supuesta corrupción del primer ministro Dimitri Medvediev; el creciente enfrentamiento dentro de la élite y entre las distintas dependencias a cargo de la seguridad del Estado; la detención y condena por un soborno de 2 millones de dólares de Aleksei Uliukayev, ministro de Desarrollo Económico que diseñaba la política económica del presidente y se opuso a que una petrolera pública privatizara a otra compañía del mismo sector; el escándalo del dopaje olímpico bajo presunta tolerancia del gobierno, cuya sombra de sospecha mancha al Kremlin; entre otros.

Este año que concluye deja –en el plano doméstico– una extraña sensación. Podría decirse que, después de 18 años en el poder, hay signos de que Putin es consciente de que llegó la hora de efectuar cambios en su política y, al mismo tiempo, no puede modificar nada o, lo que sería peor, no quiere hacerlo. De ahí la paradoja de que Putin pueda obtener un porcentaje más alto de votos mientras mayor sea el nivel de abstención de quienes no lo apoyan ni creen en la limpieza de los comicios.