Opinión
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Mar de Historias

Piñatas

T

azones con engrudo, carretes, brochas, tijeras, atestan la vieja mesa sobre la que trabajan Sara y Frida. Su tarea consiste en recubrir con hojas de periódico las molduras de alambre y cartón que también elaboran. Servirán de piñatas en la posada que las monjas organizan para las niñas del Internado Atocha.

En el cuarto de junto trabaja Rafaela. Conforme recibe las molduras que le entregan sus compañeras va decorándolas con papel crepé y de china hasta convertirlas en flores, barcos, duendes, estrellas de siete picos, princesas. Lograr estas figuras es lo más laborioso, pero a Rafaela le gusta hacerlas: le recuerdan las posadas en su pueblo, en especial la de una noche en que logró salvar los restos de una piñata vestida de Madame Pompadour.

Aunque descalabrada, con el vestido roto y sin un brazo se la llevó a su casa y la acostó en su catre, cual si fuera la muñeca que nunca tuvo. La hizo confidente y depositaria de su sueño: convertirse en una princesa, como la que veía en su caja de colores, bellamente vestida y montando un caballo blanco rumbo a un castillo lejano, coronado de nubes.

II

Interfiere con sus recuerdos la charla que sostienen sus compañeras de trabajo. Como otros años, les preocupa saber si el patrón les dará vacaciones y, de ser así, qué harán en sus días libres. Sara dice que escombrará la azotea, donde tiene desde un colchón viejo hasta pedazos de carrocería que le dejó encargados su hermano Ismael antes de irse a Estados Unidos.

Frida la interrumpe y habla sin entusiasmo: tenía planeado viajar a San Juan de Los Lagos con su hijo Charly, a ver si la Virgen logra quitarle al niño los temblores que le dan a cada rato. Es importante la visita al santuario, pero tendrá que postergarla: en su colonia hay más asaltos en esta época y no piensa correr el riesgo de que, mientras ella y su hijo están fuera, un infeliz se lleve lo poco que tiene: su tele, una máquina de coser y la computadora que le compró a su Charly y aún no termina de pagar.

III

Sin pausa, Frida cambia de tema: ¡Híjole! Ya es bien tarde y mi niño está solo en la casa. Me voy. ¿Ustedes se quedan? La pregunta incluye a Rafaela, quien responde: No. Me quedo un rato porque estoy bien atrasada. Sara asoma la cabeza y la reprende: Últimamente has estado quedándote a trabajar hasta más tarde. Si crees que el patrón te pagará horas extras ¡ni lo sueñes! Así que ¡vámonos! Las calles están oscuras y me da miedo que camines sola hasta el paradero. Rafaela promete que no se quedará mucho tiempo. Cuando escucha el golpe de la puerta al cerrarse, lamenta no haber retenido a sus amigas para desahogarse contándoles por qué, desde hace unas semanas, no quiere regresar temprano a su vivienda.

IV

En el taller sólo se escucha una gota que cae en el lavabo. A Rafaela le pesa la soledad en el momento en que más necesita hablar. Como cuando era niña y le confesaba a Madame Pompadour sus sueños, toma la piñata con aspecto de princesa que terminó de hacer minutos antes y le revela el motivo de su agobio: Miguel y yo estábamos contentos porque al fin, después de años en la herrería, logró que le subieran el sueldo. Ahorrando el aumento íbamos a meterles techo bueno a los cuartos. Ya no podremos hacerlo: tenemos que mantener a Ernesto y a Mayra, y quién sabe hasta cuándo.

Rafaela se avergüenza de sus palabras y se disculpa, como si la princesa de cartón pudiera oírla: Es feo lo que dije, pero es cierto. Hace como dos meses mi hijo Ernesto le preguntó a mi marido si aceptaba que él y Mayra se fueran con nosotros mientras encontraban trabajo y podían alquilar algo dónde vivir. Mi viejo ¿qué iba a contestarle? Pues que sí. De acuerdo, pero me molesta que Miguel haya tomado la decisión sin consultarme: también contribuí con mi dinero a levantar nuestros cuartos. Son muy chicos y ahora, con dos gentes más viviendo allí, estamos incomodísimos y ya empezamos a tener problemas. Mayra se levanta de la mesa y no lava los platos; mi hijo no da un centavo y se queda en la cama leyendo el periódico dizque para buscar trabajo. Lo cierto es que nada más lee noticias de deportes.

V

La luz parpadea y al fin se apaga. En la penumbra Rafaela se siente más libre para seguir hablando con la piñata: Como matrimonio, Miguel y yo nunca hemos tenido libertad, ni siquiera para pelearnos: muy pronto nació Ernesto y siempre vivió con nosotros mi suegra, que en paz descanse. Ahora que estábamos disfrutando un poquito llegaron a instalarse con nosotros Ernesto y Mayra. En la noche hacen de todo, hasta gritan, como si estuvieran solos. En cambio, Miguel y yo no nos atrevemos a nada: sólo hay una lámina entre los dos cuartos. Son tan reducidos...

Vuelve la luz. Rafaela mira el reloj. Es hora de irse a su casa. Pensando en lo que la espera hace una última confesión ante la piñata que tanto le recuerda a su Madame Pompadour: De chica pensaba que al convertirme en mujer sería la princesa habitante de un castillo inmenso flotando entre nubes ¡y mira en dónde acabé!