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La evaluación educativa sí importa
A

cabo de leer los Lineamientos básicos del proyecto alternativo de nación 2018-2014, de Andrés Manuel López Obrador. Como soy maestro universitario, quisiera sopesar algunas de las ideas que trae acerca de la educación superior, con la esperanza de que haya alguna discusión o viraje.

Lo que promete Andrés Manuel es dar acceso universal y gratuito a la educación en todos los niveles. En materia de educación superior, promete dar ingreso a los 300 mil jóvenes que estima que han sido rechazados por las universidades públicas, y garantizar inscripciones a futuro a todos. No habrá ya rechazados. Para estos efectos, cito, dejarán de ser obligatorios los exámenes de admisión que sólo han servido para justificar la política neoliberal privatizadora que excluye a los jóvenes pobres y que ha convertido a la educación en un privilegio, cuando es un entrañable derecho.

Esta sospecha respecto de los exámenes de admisión ya había llevado antes a que la Universidad Autónoma de la Ciudad de México optara por un sistema de lotería para escoger a sus alumnos, con la idea de que un sistema de selección aleatorio es más justo que, digamos, escoger a los candidatos de entre los que tienen mejor promedio. Entre los morenistas, la evaluación está ya tan mal vista, que la suerte es considerada más justa.

De todo esto pienso lo siguiente:

Ofrecer oportunidades de educación superior a todos los jóvenes que la quieran es una meta muy importante. Incluso, diría, importaría además ofrecerle opciones de educación superior a adultos mayores que la necesiten o la quieran. El reconocimiento de la importancia de ampliar la inversión en universidades es el principal acierto de los lineamientos de López Obrador.

Sin embargo, hay problemas implícitos en la propuesta. El primero, me parece, es que no haya un reconocimiento explícito de que hoy día se le dice universidad a casi cualquier cosa. Hay algunas universidades que no son diferentes de una casa de la cultura y hay otras que realizan investigación científica, tienen profesores altamente calificados y cuentan con inversión adecuada en equipamiento. Una escuela de medicina, por ejemplo, necesita laboratorios, salas de operación, reactivos... No se puede abrir una escuela de medicina en una casa con 10 salones, cinco profesores de asignatura y un recibidor. Eso no es una escuela de medicina, sino una tomadura de pelo, y los egresados de una institución así terminarán enfermando pacientes. Una escuela de ingeniería también requiere equipos de cómputo, laboratorios de robótica y de materiales, tanto como una escuela de humanidades necesita una biblioteca, computadoras, o financiamiento para prácticas de campo.

No se puede aumentar drásticamente el ingreso de estudiantes a las universidades realmente existentes sin hacer inversiones en infraestructura y en el profesorado. Eso tiene que ser contabilizado en cualquier lineamiento.

Una manera de hacer frente a la demanda podría inspirarse en el modelo estadunidense de los community colleges, que son instituciones bien útiles, en que los estudiantes pueden o bien tomar materias sueltas, o bien cursar hasta los dos primeros años de la carrera universitaria. Son espacios que sirven también para que los vecinos tomen gratuitamente algún un curso de contaduría, por ejemplo, u otro de mecánica de autos. Al final de los dos años cursados, los estudiantes que hayan sacado buenos promedios pueden avanzar a universidades ya formales, para concluir ahí sus dos últimos años de carrera, ya más especializados. Esa ruta de solución tendría, además, la ventaja nada despreciable de no degradar el verdadero sentido de la universidad como institución, que es una confusión que termina saliendo bien cara.

Mi segundo señalamiento tiene que ver con el desprestigio de la evaluación que va implícito en la acusación de que los exámenes de ingreso son sólo mecanismos clasistas de exclusión. Más allá de la cuestión de cómo se determina el ingreso a tal o cual universidad, importa reconocer que la evaluación es necesaria a cada paso del sistema educativo, y que termina siendo más justa que la no evaluación.

Así, si eres profesor y te llega un grupo de 30 estudiantes que no ha sido previamente evaluado, sino que ha sido escogido con un método aleatorio, tendrás en tu salón estudiantes de nivel avanzado, intermedio y principiantes, y tú, como maestro, no sabrás al principio ni siquiera cuál es cuál ni cuántos hay de cada uno. El resultado es que darás tu clase y excluirás o bien a unos o bien a otros. Si la das avanzada, los principiantes no entenderán nada; si la das introductoria, los avanzados se estancarán. La evaluación sirve para crear un espacio pedagógico aprovechable para todos.

Sirve también para certificar que un profesionista en realidad sabe lo que se supone que sabe. Si toda evaluación cae bajo sospecha y se desecha, la institución renuncia a servir de respaldo creíble respecto de los conocimientos de sus egresados. Profesionistas incompetentes los hay ya en demasía en México, como se vio hace poco en el temblor, y el costo social de esa producción de incompetentes la resiente la sociedad entera, y en primer lugar el sector más pobre de la población. La universidad no puede ser una fábrica de incompetentes.

Andrés Manuel asevera, correctamente, que la educación es un derecho. Tiene toda la razón. Pero dice también que la educación no es un privilegio, y ahí se equivoca. La educación es también un privilegio, y un estudiante universitario que no estudia no tiene por qué ser mantenido por el erario.