Opinión
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Comentario de Clarisa Landázuri
L

eo en La Voz Brava que Clarisa bajó a la ciudad. Tenía varios asuntos pendientes aquí (bancarios, médicos, seguros, hacienda, tesorería, correos, mensajería, pensiones, abogados), de modo que para atenderlos se hospedó en casa de su hermana. Como solía, y siempre que esto fuera posible, se desplazaba a pie de un sitio a otro, así que en esta ocasión observó, quizá no por primera vez, que no había niños pobres por la calle pidiendo limosna, desarrapados y desnutridos. Andrajosos, harapientos, maltratados.

Su primera reacción fue de gusto, ingenua como es o como aparenta ser; pero hizo un esfuerzo por dejar de ser o de aparentar ser lo que no era y entonces llegó a la conclusión de que la ausencia de estos esquinados no se debía a que el gobierno por fin hubiera acabado con la miseria del país, sino más bien a que aquellos niños se habían muerto de hambre, o a que el gobierno había logrado esterilizar a la población que los producía, o a que los que a pesar de todo hubieran logrado sobrevivir se habían convertido en los mendigos, desempleados, drogados, ancianos que, en cambio, Clarisa sí encontraba a su paso, no sólo extrañada, pues las calles por las que se trasladaba recorrían únicamente zonas de bienestar, sino inquieta y temerosa, pues no era lo mismo comprar dulces a un chiquillo y seguir tu camino, apesadumbrada como hubieras quedado, que enfrentar a hombres muy maltrechos, muy urgidos, sin duda, pero asimismo muy envalentonados y amenazantes, justificados precisamente por su extrema penuria, capaces de atacar y vencer al paseante que no los atendiera de forma satisfactoria. Mientras que un niño, por pobre o por insistente que fuera, despertaba en Clarisa conmiseración y siempre simpatía, lo que un adulto en la miseria le despertaba al confrontarla era pánico, inseguridad, deseos de huir.

Y Clarisa se preguntó cómo era posible que hubiera fuerzas gubernamentales para dar con los criminales y encarcelarlos, y en cambio no hubiera fuerzas gubernamentales que recogieran a estos mendigos y los llevaran a instalaciones donde los atendieran nutricionalmente hablando; emocionalmente; laboralmente; médicamente hablando. Pero esta reflexión era de nuevo muestra de su ingenuidad y de su desinformación, pues sabía que debía tener presente cómo son las condiciones de las instalaciones gubernamentales que sí existen, asilos, hospicios, para entender por qué los niños de la calle, los mendigos, los drogados, los desempleados y aún los ancianos prefieren la mendicidad que un posible servicio gubernamental que los acogiera y los cuidara, pues previsiblemente estos servicios gubernamentales, si existieran, resultarían todavía más nocivos para ellos que el desamparo, el hambre, la intemperie y, en definitiva, la carencia.

Sin embargo, al regresar a Brava, en donde no sólo el tiempo le rinde más, leyó, con toda comodidad, con todo interés, con toda comprensión y hasta con toda indignación, el caso de Los niños desaparecidos de Tuam, un extenso y detallado reportaje de Dan Barry para The New York Times. Tras la lectura, su primera reflexión la llevó a considerar que cuanta meditación había hecho a su paso por la ciudad, alrededor de la miseria en su país ante los brazos cruzados del gobierno en turno, no era sino un tenue reflejo de lo que sucedió en Tuam, Irlanda, hace apenas medio siglo. En síntesis, sucedió que, en un centro para la atención de madres solteras y sus hijos, dirigido por una comunidad religiosa favorecida por el gobierno, durante décadas, detrás de su frente humanitario, lo que se practicó fue un doble crimen. Pues, por una parte, una vez que la mare daba a luz, aunque le conseguían empleo, la separaban contra su voluntad y para siempre de su hijo bastardo y, por otra, a los niños que morían no les daban debida sepultura sino que, sin respeto a los derechos humanos y en complicidad con el gobierno, las monjas los enterraban en un enorme foso séptico en desuso, anónimos, olvidables, muertos dos veces, en su presente y para el futuro.

Y la segunda reflexión de Clarisa la llevó a admirar a Catherine Corless, un ama de casa irlandesa de 63 años de edad, habitante de Tuam, casada, madre y abuela que, movida por su historia personal y sus angustiosos recuerdos, se convirtió en la historiadora aficionada que descubrió y denunció los hechos.