Opinión
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Continuidad y desigualdad
C

asi 40 años seguidos lleva el país empollando la desigualdad hasta con cínico regodeo. No se ha escapado siquiera uno de ellos. Ningún indicador en sentido inverso al desequilibrio creciente. La consistencia para producir inequidad en el reparto de bienes y oportunidades ha sido contundente. Ninguna de las tareas inductoras se ha dejado al azar. Todas las políticas públicas, las acciones de gobierno, las pujas electorales, los usos y costumbres, hasta el mismo combate al crimen llevan arraigada esa misma carga. Examinar, aun de manera grosera, el sistema impositivo saca a la luz los desbalances en favor de los que más tienen. México es un sólido paraíso fiscal para los dueños del capital. Hasta la cultura y la convivencia cojean de tan burda e inicua realidad. En este preciso sector, de apariencia justiciero y bondadoso, abundan los privilegios para esos que han sido llamados los de arriba junto a las penalidades, el abandono y los desprecios hacia los de abajo. No hay subterfugio que valga para intentar disfrazar o atenuar las intenciones de aquellos que debían procurar el desbalance en favor de los necesitados de ayuda.

La información disponible no deja dudas. El México de estos onerosos e injustos tiempos es uno de los de mayor desigualdad comparativa con cualquier otra nación del orbe, incluyendo las africanas. Y no es un fenómeno gratuito, ha sido una realidad perseguida con rotunda solvencia. La eficiencia en tal tarea ha sido colmada con creces. En el mero centro de la trama se encuentran las élites que dirigen los hoy amargos destinos patrios. Son ellas las que, con todas las mañas habidas y por haber, causan tan dañino e inhumano sistema. Pero no van solas en esta tarea, las acompañan buena parte de las denominadas clases medias acomodadas, las de altos ingresos: entre 8 y 10 por ciento del total de la población. En este apartado, poco meritorio, pululan abogados patrimonialistas, eficaces contadores, muchos comerciantes, una inacabable y bien preparada capa de profesionales de distinta especialización en fiscalidad al mejor postor, comunicadores disponibles, gerentes o académicos de renombre. Todos ellos imbuidos en la misma misión: procurar el diseño, la operatividad y la justificación de reglas y mecanismos en favor de sus propios intereses. Lo cual lleva implícita la exclusión de las necesidades y deseos de todos los demás.

Hace ya tiempo que el ciudadano francés (Pickety) publicó una serie histórica, con abrumadora evidencia, sobre la desigualdad en el mundo. El panorama ahí descrito no deja lugar para ocultar cara ni sentimiento compasivo alguno. Esa es la terrible verdad que construye la humanidad, dirán aquellos que presumen su pragmatismo. Es, esta categoría, una sui generis forma de verse en sus miserias y ambiciones desbocadas. Y, lo que es todavía peor, tal desigualdad va creciendo con ritmo acelerado. La fuerza que impele este movimiento se llama, ya sin requiebros ni eufemismos que valgan, neoliberalismo. Toda una amplia gama de posturas con endeble sustento racional, alegatos mal ensartados, descaradas y hasta insultantes complicidades constantes, impunidades ya sin pudor alguno o desplantes autoritarios sin espacio válido para la replica juiciosa. Pero, muy a pesar de toda esta defectuosa parafernalia que lo envuelve, el neoliberalismo se ha entronizado como el horizonte de pensamiento hegemónico de la actualidad. No fue fácil, ha sido necesaria una cuidadosa instrumentación que lo haga dominante y que logre ocultar su cara destructiva y maligna. Que tales posturas las sostengan las élites económicas y los especuladores es hasta entendible; la búsqueda del lucro es la regla fundadora de su juego. Pero que hayan sido adoptadas por las autoridades, los políticos, intelectuales o los hombres de iglesias, que deben, se supone, velar por la equidad y el bien general es imperdonable. Menos todavía se entiende que se hayan incrustado en universidades, sindicatos, mentes críticas o comunicadores. Pero eso sucede como regla general en estos aciagos días de enojos colectivos y desesperadas miradas de callejeras penurias.

Lo verdaderamente extraño, pero con entendible ausencia, es una discusión local, a profundidad, sobre la desigualdad. A mayor desigualdad menor espacio público dedicado a su análisis, menos rencores aparentes achacados, directamente, a su vigencia. Esta situación resalta en los días previos a elecciones mayores, como las que se avecinan en México. Siendo este país, además, un ejemplo mundial de tal desequilibrio entre los que todo tienen y los que no ven, ni de cerca, los bienes y las oportunidades que, entre todos se generan. Auxiliar a que las mayorías salgan de su lamentable estado de miseria y postración es, por ahora, misión casi imposible. La rivalidad que se viene dibujando en tiempos prelectorales alinea a la casi totalidad de los partidos nacionales, y a sus abanderados, en la senda del neoliberalismo. Todos ofrecen variantes de lo mismo: la continuidad del modelo en boga. Ahí se incluyen hasta asuntos ya muy rasposos de abusos, corrupción y violencia como envolvente obligado del caso mexicano. Sin embargo, cuando se trata de identificar a la excepción existente, la confusión se entroniza de manera casi obligada. La cargada difusiva contra la única variante reivindicadora es virulenta, maligna, racista. Se alienta la preferencia por cualquiera de los demás opciones sin importar lo que implican: el obligado agravamiento de tales desigualdades.