Editorial
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La alerta de género y sus resultados
C

uando a principios de 2007 fue aprobada la Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, la parte de la sociedad auténticamente preocupada por esos temas (debería ser en su conjunto, pero en la práctica desafortunadamente no lo es) celebró la obtención de un dispositivo legal para combatir, con miras a erradicar, la inadmisible violencia que en diversas formas se ejerce contra ese sector que en México constituye casi 52 por ciento de la población.

No se trató de una concesión gratuita del Estado, ni de que éste considerase, como parte natural de su función, incorporar en su agenda ese tema que el mero sentido común estima imprescindible: fue resultado de un largo proceso que impulsaron colectivos feministas y académicos, medios progresistas y organizaciones de mujeres y de derechos humanos frente al pavoroso crecimiento de los actos violentos contra niñas y mujeres, cuya expresión más atroz es el feminicidio, prototipo de lo que buena parte de la legislación internacional denomina crimen de odio.

Una de las herramientas de que dispone la ley comentada para cumplir con su propósito es la alerta de violencia contra las mujeres, generalmente conocida como alerta de género. Conocida es un decir, porque lo cierto es que a escala nacional todavía existe un alto grado de desinformación sobre el concepto, tanto en el ámbito de la sociedad, donde esa violencia se ejerce, como en el terreno institucional, desde donde se debería atacar.

La solicitud de diversas agrupaciones de la sociedad civil para que se declare la alerta de género en 27 estados de la República evidencia la gravedad que alcanza el fenómeno de la violencia contra la mujer en nuestro país, pero también sugiere que la ley promulgada con la finalidad de revertir su tasa de crecimiento está lejos de dar los resultados previstos. Las alertas de género han ido rápidamente al alza: por ejemplo, de julio de 2015 al mismo mes de 2016 apenas se emitieron tres, en tanto que de julio del año pasado al de este 2017 subieron a ocho, y en la actualidad hay decretadas una docena.

En algunas entidades federativas, contrariando la opinión de grupos de madres de familia y de derechos humanos, el sistema encargado de investigar los hechos y evaluar las situaciones específicas ha optado por no hacer efectiva la alerta, porque estima que las autoridades estatales de dichas entidades cumplieron las recomendaciones que, en su momento, les fueron cursadas. Esto equivaldría a proponer que al menos de manera parcial las medidas adoptadas por esas autoridades, sean cuales fueren, habrían logrado disminuir las tasas de los delitos cometidos contra niñas y mujeres en sus jurisdicciones. Sin embargo, las cifras que a diario dan cuenta de tales delitos –y que ni siquiera reflejan fielmente la magnitud de la tragedia, porque hay ataques que no son denunciados– continúan subiendo.

Algunos organismos ocupados y preocupados por esta verdadera plaga social (como el Inmujeres y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos) opinan que los alcances de la alerta de violencia de género están adecuadamente definidos, y que lo que falla es su aplicación, por lo que la solución pasaría simplemente por un ajuste a los mecanismos de ésta. Menos optimistas, o más realistas, otros opinan que el conjunto de acciones gubernamentales de emergencia para enfrentar y erradicar la violencia feminicida descrito en la ley no es más que una fórmula vagamente definida, que no especifica con claridad qué es exactamente lo que deben hacer en cada caso las policías y las autoridades de procuración e impartición de justicia para poner freno a la violencia de género. Y así, dicen, es poco más que un compendio de buenas intenciones.