Opinión
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Ciro Bustos, el lugarteniente del Che
E

n la noche del 21 de diciembre de 1970, el pintor argentino Ciro Bustos se echa en la litera con un libro que ha leído y releído en varias ocasiones: Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. Quizás, en algún momento, se lo pase a su compañero de prisión, aunque no se lo merezca. Porque el intelectual y aventurero Regis Debray (francés de alma y corazón) nunca le ha prestado sus libros.

Sentenciados a 30 años de prisión por participar en la guerrilla del Che (1967), Bustos y Debray cumplen condena en una jaula especialmente diseñada en el cuartel de la IV División del Ejército de Bolivia, asentada en Camiri, pequeña ciudad subtropical y petrolera del sureste, a mil 100 kilómetros de La Paz.

En eso, Bustos oye los motores del viejo avión DC-10 que, regularmente, abastece a los técnicos de la Gulf Oil Co en la región. Sólo que… ¿a esas alturas de la noche, y con las dificultades de aterrizaje en un valle angosto situado entre montañas? No es lo habitual, pero tampoco es su problema.

Minutos después, un oficial con el que el pintor ha mantenido cierta relación de confianza (el teniente Ortiz), susurra a través de la jaula: “Ciro… ¡Ciro, soy yo!... ¡Prepárese, que se van ustedes!… ¡Se van libres!” Simultáneamente, sin disparar un tiro, un comando militar ocupa el cuartel en segundos.

Ciro no lo piensa dos veces. Mete en un bolso la escasa ropa, las fotografías familiares pegadas en la pared de la jaula, los cigarrillos, la radio, los libros, y el abrigo que el Che le regaló en el día que abandonaron la guerrilla. En cambio, creyendo que los sacan de prisión para matarlos, Debray se pone a discutir con el mayor Rubén Sánchez, jefe del comando liberador.

Los presos son conducidos al despacho del comandante de la IV División que, enterado del operativo y a medio vestir, les dice que por mandato del presidente de la república y comandante en jefe, general Juan José Torres, “…las fuerzas armadas, en nombre del pueblo boliviano al que sirven, resolvió conmutar la condena de prisión perpetua, ponerlos en libertad y expulsarlos del país”.

El comando embarca en el avión a Bustos y Debray, y en la prisión quedan los guerrilleros Paco y León (José Castillo Chávez y Antonio Domínguez Flores). En sus memorias, Ciro Bustos escribe: Ellos no habían sido juzgados ni condenados: únicamente eran rehenes a disposición del Ejército; no contaban con ninguna protección y sabían que, al menor gesto, los platos rotos los pagarían ellos.

Los liberados llegan ilesos a Iquique, ciudad norteña de Chile, país en el que apenas meses atrás (septiembre de 1970, el socialista Salvador Allende ganó los comicios presidenciales. Sin embargo, la atención de los medios avisados se concentra en la figura del francés, recibido por una comitiva eufórica de jóvenes militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

Ciro escribe que, en su caso, fue conducido al edificio de Carabineros (Policía de Chile) y allí, inesperadamente, tropieza con el misterioso periodista anglo-chileno George Roth. Por su cuenta, Roth se había internado en Bolivia con salvoconductos del alto mando militar “para entrevistar al Che”, siendo después detenido y liberado por la guerrilla junto con Bustos y Debray, para finalmente caer los tres en manos del ejército (abril de 1967).

Ciro comenta que Roth, “…ya había comprendido que existía una intención en marcha de cavar el vacío bajo mis pies”. Así pues, en vuelo especial, los liberados llegan a Santiago donde Debray es recibido formalmente por una comitiva oficial. En cambio, “… personal policial de civil se hizo cargo de mí para conducirme directamente al edificio central de la policía de investigaciones criminales, donde fui sometido a un extenso interrogatorio por el subjefe del cuerpo, luego de una larga amansadora sentado en un pasillo”.

Liberado por segunda vez, Bustos abandona el edificio de la calle Teatinos, y se sienta en el cordón de piedra de un cantero de flores. No sabe qué hacer, adónde dirigirse, está sin un centavo. Cuenta: Terminando de limpiarme los dedos manchados de tinta con papel higiénico, gentilmente proporcionado por la autoridad nacional, a punto de caer del cansancio, un taxi paró en la esquina... y entre voces de atención y alegría, un par de niñas corría dando saltitos sobre una pierna hacia mí: eran mis hijas, seguidas de la madre, Ana María, y un desbocado Gustavo Roca (abogado de la familia, y amigo de la infancia del Che).

Ciro Bustos tenía por entonces 34 años. No obstante, de ahí en adelante (y hasta su muerte, acaecida a los 85 años en Mälmo, Suecia, el primero de enero último), su persona será difamada por las fuerzas interesadas en la división de las izquierdas, y la crónica estupidez de ciertas izquierdas que, cuando carecen de orientación, guardan silencio, murmuran o, simplemente, escriben la historia a modo. Y es que todas las historias oficiales, a más de mezquinas y oportunistas, son inapelables.

Bien. Fin de la primera parte del drama. En la segunda y tercera entregas contaremos quién fue Ciro Bustos. El hombre elegido en dos ocasiones por el Che, para encargarse de su seguridad en Bolivia y Argentina.