Editorial
Ver día anteriorMiércoles 11 de octubre de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cataluña: todos pierden
L

a declaración de independencia en suspenso, formulada ayer por el presidente de la Generalitat catalana, Carles Puigdemont, y su intento de última hora de forzar por esa vía un proceso de diálogo con el gobierno español, tuvo un doble efecto negativo y ninguno positivo: por una parte, resultó un suceso anticlimático y desesperanzador para los partidarios de la secesión de Cataluña que acudieron en cifra superior a 2 millones a votar por el en el referendo independentista del pasado primero de octubre; por la otra, generó una inmediata respuesta negativa de las autoridades de Madrid, las cuales rechazaron el posicionamiento y lo calificaron de chantaje, por cuanto constituyó la presentación de un hecho consumado pero de aplicación diferida.

Para colmo, la ambigüedad de Puigdemont no logró detener el éxodo alarmante de consorcios que están abandonando sus sedes en Cataluña para trasladarlas a otros lugares de España, fenómeno que amenaza con afectar de manera dramática la economía de la todavía comunidad autónoma. De alguna manera, pues, el gobernante catalán, ya situado fuera de la legalidad española, se colocó también fuera de las reglas establecidas en la catalana, según las cuales la independencia debía ser promulgada, sin más, 48 horas después de darse a conocer los resultados oficiales del referendo.

Tienen razón los ciudadanos que se sintieron defraudados ayer con esa suerte de independencia trunca, cuya consumación quedó supeditada a una negociación a la que, como era previsible, Madrid no iba a abrir la puerta. Tiene razón, a su manera, el gobierno de España, el cual fue conminado a dialogar bajo una premisa que le resulta inaceptable –la de que Cataluña es ya un Estado independiente– y no encontró más salida que refrendar la rigidez, la intolerancia y la insensibilidad que lo ha caracterizado en lo que respecta a los anhelos de autodeterminación de los catalanes. Y puede entenderse incluso la lógica de los capitales que se trasladan fuera de la comunidad autónoma a la espera de tiempos menos inciertos y convulsionados, toda vez que el proceso hacia la separación de España los deja sin certeza jurídica y hasta sin una noción clara de a quién deberán pagar impuestos.

En suma, con este paso a medias, el gobierno catalán quedó mal con todos los bandos y, a menos que recorra hasta sus últimas consecuencias el camino que inició, resulta previsible que su respaldo político y social tienda a mermar y que, con ello, el independentismo pierda buena parte del impulso que había adquirido. En lo inmediato, la declaración de independencia diferida provocó ya la exasperación de la Candidatura de Unidad Popular (CUP), una de las formaciones comprometidas con el proceso separatista, la cual emplazó a Puigdemont a poner un plazo para agotar la negociación con Madrid –un mes, más o menos–, aunque está claro de antemano que semejante negociación no ocurrirá.

Pase lo que pase en la esfera política, en la económica las cosas no pintan nada bien para Cataluña: al retiro de CaixaBank, Criteria, Sabadell y Gas Natural Fenosa, entre las más importantes, se sumó ayer el de Grupo Editorial Planeta, y no parece que la emigración corporativa vaya a menguar.

Ciertamente, el pueblo catalán tiene, como cualquier otro, derecho a la autodeterminación, y es innegable que la clase política y los medios españolistas han hecho cuanto han podido para escamoteársela. Pero es claro también que la hoja de ruta diseñada por el actual gobierno de Barcelona para conseguirlo padeció desde el inicio de debilidades e inconsistencias que ahora colocan el nacimiento de un Estado catalán en la perspectiva de un empantanamiento, y ello tendrá consecuencias lamentables para las sociedades, las autoridades y las economías de Cataluña y de España.