Opinión
Ver día anteriorDomingo 1º de octubre de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ciudad milenaria, temeraria, solidaria
¿C

uántas veces los habitantes de Tenochtitlan deben haber corrido despavoridos cuando un temblor hacía rodar las insignias y los capiteles de lo alto del templo mayor por las empinadas escalinatas de la pirámide hasta llegar a los pies de la Coyolxuahqui?

¿Cuántas veces los habitantes de la capital y el cuadro mayor escucharon tañer levemente las campanas de las torres de Catedral, San Francisco, la Profesa o Santo Domingo y luego escaparon despavoridos cuando se derrumbaban muros, canteras y mamposterías?

¿Cuántas veces grabaron Manuel Manilla o José Guadalupe Posadas, en los talleres de Antonio Venegas Arroyo, las grandes tragedias de la capital: terremotos, accidentes, incendios o la inminencia del fin del mundo que ya no tardaba en llegar?

¿Cuántas veces documentó el reportero gráfico Enrique Metinides los terribles choques de trenes y tranvías, las explosiones de pipas de gas rodeadas de curiosos, incendios tan luminosos como gigantescos, explosiones inexplicables como la de San Juanico, cuyo culpables posiblemente eran aquellos acusados de enriquecimiento inexplicable?

¿Cuántas veces recordaremos el 19 de septiembre del ya lejano 1985, el terremoto más devastador del siglo XX. Ahora nos toca recordar el del 19 de septiembre de 2017, sino fatídico e inexplicable de una ciudad milenaria, que reconstruye sus pirámides y sus edificios una y otra vez, una encima de otro?

A la vez que milenaria, la de México es una ciudad temeraria, que se construye sobre el lecho de un lago y por ende en una cuenca cerrada. No sólo eso, es una metrópoli construida a una altitud de 2 mil 300 metros de altura. Lo que implica que tendrá por siempre un doble problema con el agua: traerla y sacarla.

Una ciudad que se hunde, centímetro a centímetro, año con año, que sus iglesias construidas sólidamente, por constructores de barcos, inclinan sus torres como mástiles en un mar embravecido y no les pasa nada. Una ciudad donde su tráfico insoportable se hace tolerable por la baja densidad de sus decibeles. Nadie se enloquece tocando el claxon ante un atoro predecible.

Una ciudad prodigiosamente eficiente y funcional a pesar de la excesiva concentración de más de 20 millones de personas. El sino de la ciudad no es la geografía, sino la demografía. Como quiera es una ciudad moderna y caótica, progresista y tradicionalista.

Una ciudad temeraria que alberga en una misma calle a lo más granado de la sociedad y a la gente simple y llana, que siempre vivió allí, en ese pueblo que se convirtió en colonia, en ese ejido que invadió la ciudad. Una ciudad construida sobre mil pueblos, con sus callejones y recovecos. Al lado de las casonas de San Ángel se despliega el barrio de obrero, alegre y populachero de Tizapán. En lo que fueran las huertas de San Jerónimo, pululan los colegios privados y las casonas de políticos de viejo y nuevo cuño, pero al lado subsisten y resisten los antiguos pobladores. Y un poco más arriba, con la frontera de una avenida, forzosamente amplia por las torres del tendido eléctrico, que no por planificación alguna, se despliega el afamado Cerro del Judío, antiguo ejido de San Benenabé Ocotepec, reconvertido en colonia y barrio popular autoconstruido.

Si bien hay barrios bravos y colonias elegantes, callejones y cotos privados, en la Ciudad de México no encaja el término académico de segregación residencial. Santa Fe podrá ser una isla vertical, pero ahí mismo está el viejo pueblo que le da nombre, con multitud de casas multiformes y multicolores.

Esa cercanía y convivencia cotidiana y callejera entre pueblo y élite, entre lo más selecto y lo popular, la convierte en una ciudad diferente, donde se mezclan clases sociales y unos u otros forman cola para echarse unos tacos de buche, suadero o cabeza; donde el Ferrari del señor procurador se ve atorado, embotellado e igualado con el viejo vocho que tiene al lado.

Hay que ser solidario para poder vivir en esta ciudad de apretada convivencia. No queda otra que soportar al vecino de viaje en el abarrotado pesero o en los saturados vagones del Metro. Hay que esperar pacientemente en colas interminables para sacar dinero de un cajero un día de quincena. Hay que reconocer que es una ciudad de vivencia cotidiana difícil, porque las distancias cortas se vuelven largas, porque nunca es suficiente cualquier mejora. Por lo mismo es una ciudad que se ajusta religiosamente al toque de queda del No Circula.

Esa ciudad abarrotada, caótica, aletargada, que a la hora de la desgracia se vuelve automáticamente masa solidaria es una masa compacta y universal que pasa del individualismo más absoluto del sálvense quien pueda, al apoyo incondicional y solidario. El terremoto provoca un paso automático del individualismo al colectivismo.

Y esto implica e involucra a grandes y a pequeños, a los grandes almacenes y las tiendas de abarrotes. Como en todo, unos aportan mucho y otros poco. Unos dan el 5 x 1 y otros el 1 x 1. Unos abren las puertas de su pequeño establecimiento para apoyar y otros lo cierran por temor. Pero, no hay que detenerse a cuantificar la solidaridad, todo apoyo es bien recibido.

Y todo cambio de actitud también. Es una ciudad y una ciudadanía que educa a los grandes potentados. Nunca más, la empresa de taxis Uber, aplicará su conocida y temida tarifa dinámica en un momento de desgracia. Aprendió la lección durante la crisis ambiental de hace unos años y ahora liberó sus tarifas a los usuarios.

El problema radica en educar a la clase política, que a la hora de la desgracia no tiene los arrestos necesarios y queda rebasada de inmediato. Ya no se trata sólo del partido en el gobierno, que al igual que en 1985 repite en la mala administración. Es la partidocracia en general la que no ha dado el ancho y se resiste, titubea, discute y dilata su aporte solidario, no sea que su foto no salga en un espectacular.

Más pronto que tarde la Ciudad de México y el país le tendrá que pasar la factura.