Opinión
Ver día anteriorMartes 19 de septiembre de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Gestación
U

n movimiento nacional popular está gestándose en México. Insistamos en ello. Una corriente posmarxista, la inaugurada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe llama, a movimientos así, populismo, en una acepción que la separa de su uso pendenciero por los políticos corruptos. La articulación nacional de ese movimiento no está aún a la vista, pero fragmentos del mismo pueden advertirse en muchos espacios del territorio.

Populismo, en ese uso trémulo, hace referencia a un tipo de gobierno demagógico, que gasta más de lo que tiene y que pasa por sobre las instituciones y la ley apoyado por la fuerza que puede darle el pueblo; con ese uso se busca conjurar la amenaza que representa el movimiento en gestación, que puede ganar las instituciones para ampliar la democracia por la vía de la inclusión social de las grandes masas excluidas.

Laclau, en La razón populista, dio una vuelta de tuerca sobre el fenómeno del populismo, y se propuso, al lado de Chantal, rescatarlo del lugar marginal que ocupaba dentro de las ciencias sociales y pensarlo como forma de ampliación de la democracia, dado su objetivo superior de inclusión social. “El populismo –dice Laclau– no tiene un contenido específico, es una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político.”

Es imposible pensar en el cambio social sin pensar justamente en esa categoría central, que se volvió por necesidad un debate constante en esa corriente de pensamiento: construir lo político o, en su acepción asociada, construir pueblo; esto es, ubicar identidades sociales y articular sus demandas a escala nacional.

Para decirlo con unos cuantos trazos, esta corriente fue al encuentro de Gramsci y de Maquiavelo. Gramsci había discutido con Lenin la imposibilidad de un asalto al Palacio de Invierno en Occidente, donde la densidad institucional y la complejidad de la dominación cultural sobre los explotados y excluidos nada tenía que ver con la trama social rala y simple que era la Rusia zarista.

El giro fundamental surgió de Gramsci al elaborar su concepto de he­gemonía. Este concepto procede de Plejanov, de Axelrod y de Lenin, y tuvo como fin construir una herramienta para establecer la necesidad de la dirección política de los proletarios sobre otros grupos sociales, como los campesinos. La acepción gramsciana es distinta: para poder ejercer el liderazgo político o hegemonía, escribía Gramsci, los grupos dominantes no cuentan sólo con el poder y la fuerza material del Estado; también cuentan con la aceptación o consenso de los sujetos dominados, consenso que aparece crucialmente mediado por las formas culturales de interacción entre grupos dominantes y dominados.

En este contexto, Gramsci se plantea, para Italia, el problema de la ­disputa por la hegemonía también en el Mezzogiorno, es decir, la macrorregión meridional de la República Italiana. Con ese objetivo, Palmiro Togliatti, al frente del Partido Comunista Italiano, abandonará la idea de los partidos comunistas como partidos exclusiva o preponderantemente obreros; de ahí que, luchar por ganar las instituciones y producir el cambio social tenía que incorporar al sur, subdesarrollado y vacío de obreros.

Construir lo político se desarrolla a partir de esos conceptos como una ­disputa por la hegemonía incorporando en esta lucha a todo el pueblo subordinado.

Laclau y Mouffe habían ya destacado que, en la lucha política, las principales clases sociales no eran los actores que se enfrentaban en el conflicto político. Adicionalmente, para los politólogos que fundaron el partido Podemos en España, los conceptos de derecha e izquierda habían sido útiles para pensar la política principalmente en el siglo XIX. Formularon, así, un constructo que llamaron casta, constituido por el corrupto bloque económico/político español, cada vez más excluyente, nacido en el contexto de la globalización neoliberal. Los antagonistas: la casta, los de arriba; y los subordinados y excluidos, los de abajo; con quienes se ha de construir el pueblo, disputando la hegemonía a la casta.

En América Latina, derecha e izquierda, culturalmente, continúan siendo significantes claros: hoy la derecha se identifica con el neoliberalismo; la izquierda real, por la negativa se identifica contra el neoliberalismo, mientras experimenta, sin tener rumbos acabados, con regímenes que han surgido de movimientos nacional populares: Brasil, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, con caminos y fortunas diferentes, pero luchando en contra de lo que, en México, Morena llama la mafia del poder.

Morena está gestando pueblo, sin lugar a dudas: un movimiento nacional popular. Los demonios que la mafia del poder convocará para tratar de aplastarla serán extremos, tal como nos lo ha mostrado el ensayo general puesto en escena en el estado de México.

Si Morena no logra ganar las instituciones el año venidero, el movimiento nacional popular no tiene por qué morir; puede seguir creciendo, pero requiere producir más y más liderazgos. Normalmente ello tendría que ocurrir.

Los partidos tradicionales PRI, PAN y PRD se resquebrajan; las instituciones están repletas de corruptos insaciables; la estafa maestra ha cimbrado a la sociedad, aunque quizá existan robos peores; la muerte violenta recorre todo el territorio; los feminicidios, viles, de Mara(s), es una danza siniestra; la democracia en sus términos sustantivos, se encoge sin freno; el espionaje gubernamental trabaja 24x7; el latrocinio quiere a cualquier precio un fiscal carnal; los socavones nos mutilan. Al mismo tiempo los excluidos suman más de 50 millones, y tienen una vida monstruosamente jodida. Los reclamos sociales, un día, en catarata demoledora, se articularán y volcarán sobre la mafia del poder.