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La esperada novela de Paul Auster
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La mirada de Paul AusterFoto cortesía de la editorial

La esperada novela 4321, de Paul Auster, narra en 957 páginas la vida de Archie Ferguson en cuatro versiones diferentes, pero que transcurren todas ellas entre los años clave de la niñez y la edad adulta. Entendí que lo que escribía era la historia del desarrollo humano, y lo más importante nos ocurre en los primeros 20 años, en los que nuestros cuerpos, mentes y almas evolucionan a lo que somos, dijo el narrador estadunidense hace unos días, al presentar en Madrid su nueva obra. La escritura fluía como en una danza, pero al terminar lo invadió un sentimiento de agotamiento físico. Recuerdo la última frase: me levanté del escritorio y casi me caigo al suelo.
Como un adelanto para los lectores de La Jornada y con autorización de Seix Barral y Planeta Ediciones, ofrecemos un fragmento de tan trepidante libro.

S

u madre se llamaba Rose, y cuando fuera lo bastante mayor para atarse los zapatos y dejar de hacerse pis en la cama, pensaba casarse con ella. Ferguson sabía que Rose ya estaba casada con su padre, pero su padre era viejo y no tardaría mucho en morirse. Una vez que pasara eso, Ferguson se casaría con su madre, cuyo marido a partir de entonces se llamaría Archie, no Stanley. Se pondría triste cuando su padre muriese, pero no mucho, no lo suficiente como para derramar lágrimas. Llorar era de niños pequeños, y él ya no era pequeño. Había momentos en que aún se le saltaban las lágrimas, claro está, pero sólo cuando se caía y se hacía daño, y hacerse daño no contaba.

Las mejores cosas del mundo eran el helado de vainilla y saltar en la cama de sus padres. Las peores, el dolor de estómago y la fiebre.

Ya sabía que los caramelos de bola eran peligrosos. Por mucho que le gustaran, comprendía que no debía metérselos en la boca. Se resbalaban mucho, y no podía evitar tragárselos, y como eran demasiado grandes para llegar hasta abajo, se le quedaban en la garganta y se le hacía difícil respirar. Jamás olvidaría lo mal que se sintió el día en que empezó a ahogarse, pero entonces su madre irrumpió en la habitación, lo levantó del suelo, lo volvió boca abajo y, sujetándolo por los pies con una mano, empezó a darle golpes en la espalda con la otra hasta que la bola le salió de la boca y cayó resonando al suelo. Su madre le dijo: Se acabaron los caramelos de bola, Archie. Son muy peligrosos. Después, le pidió que la ayudara a llevar a la cocina el cuenco de caramelos, y se turnaron tirando una por una a la basura las bolas rojas, amarillas y verdes. Entonces su madre dijo: Adiós, caramelos de bola. Qué palabra tan graciosa: adiós.

Eso ocurrió en Newark, en los lejanos días en que vivían en el departamento del tercer piso. Ahora vivían en una casa, en un sitio llamado Montclair. La casa era más grande, pero en realidad ya no lograba recordar mucho del departamento. Salvo las bolas de caramelo. Salvo las persianas venecianas de su habitación, que resonaban siempre que la ventana estaba abierta. Salvo el día en que su madre plegó su cuna y durmió solo en una cama por primera vez.

Su padre se marchaba de casa por la mañana temprano, con frecuencia antes de que él se despertara. Unas veces llegaba a casa a la hora de cenar, y otras no había llegado cuando acostaban a Ferguson. Su padre trabajaba. Eso era lo que hacían los hombres. Todos los días salían de casa para ir a trabajar, y como trabajaban, ganaban dinero, y como ganaban dinero, podían comprar cosas para sus mujeres e hijos. Así fue como se lo explicó su madre una mañana mientras él veía cómo se alejaba el coche azul de su padre. Parecía un buen plan, pensó Ferguson, pero aquello del dinero resultaba algo confuso. El dinero era pequeño y sucio, ¿y cómo podían aquellos asquerosos trocitos de papel conseguir algo tan grande como un coche o una casa?

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La obra más reciente del escritor estadunidenseFoto cortesía de la editorial

Sus padres tenían dos coches, un DeSoto azul su padre y un Chevrolet verde su madre, pero Ferguson tenía treinta y seis, y en los días oscuros, cuando llovía mucho para salir afuera, los sacaba de la caja y colocaba en fila su flota en miniatura en el suelo de la sala. Había coches de dos y de cuatro puertas, descapotables, coches de policía y ambulancias, camiones de la basura, taxis y autobuses, coches de bomberos y camiones de volteo, vagonetas de reparto y rancheras, Fords y Chryslers, Pontiacs y Studebakers, Buicks y Nash Ramblers, todos distintos, ni uno remotamente parecido a otro, y siempre que Ferguson se disponía a empujar alguno por el suelo, se agachaba y miraba dentro, al asiento vacío del conductor, y como para circular todo coche necesitaba un conductor, se imaginaba que sentado al volante iba él, una persona diminuta, un hombre tan pequeño que no abultaba más que la última falange de su pulgar.

Su madre fumaba cigarrillos pero su padre no fumaba nada, ni siquiera puros o en pipa. Old Gold. Qué bien sonaba ese nombre, pensaba Ferguson, y cuánto se rio cuando su madre le hizo anillos de humo. A veces su padre le decía a ella: Fumas demasiado, Rose, y su madre asentía con la cabeza y estaba de acuerdo con él, pero seguía fumando igual que antes. Cuando su madre y él subían al coche verde para hacer mandados, iban a comer a un pequeño restaurante llamado Al’s Diner, y en cuanto él se acababa su licuado de chocolate y su sándwich caliente de queso, su madre le daba una moneda de veinticinco centavos y le encargaba que le sacara un paquete de Old Gold de la máquina de tabaco. Con la moneda que le había dado se sentía como una persona mayor, cosa que era la mejor sensación del mundo, y allá que se dirigía con paso firme, al fondo del restaurante donde estaba la máquina, pegada a la pared entre los dos lavabos. Una vez allí, se ponía de puntitas para introducir la moneda en la ranura, accionaba el tirador debajo del apilado montón de Old Gold, y escuchaba el sonido del paquete mientras caía por el interior de la voluminosa máquina hasta aterrizar en el plateado canalón que corría bajo los jaladores. En aquellos tiempos los cigarrillos no costaban veinticinco, sino veintitrés centavos, y cada paquete venía con dos centavos de cobre de reciente sello metidos en el envoltorio de celofán. Su madre siempre le dejaba quedarse con los dos centavos, y mientras ella se fumaba el cigarrillo de después de comer y se terminaba el café, él los tenía en la palma de la mano y observaba el perfil grabado del hombre que aparecía en la cara de las dos monedas. Abraham Lincoln. O, como a veces decía su madre: El honrado Abe (...)