Opinión
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Del protagonismo a la insignificancia
U

no de los resultados directos e incontestables del golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff e instaló en el poder a Michel Temer ha sido la desaparición del espacio que Brasil había logrado ocupar en el escenario global en los últimos años.

Es fácil y doloroso constatar cómo el país más poblado, de mayor extensión territorial y de (pese a Temer y sus bucaneros) la más importante economía regional, pasó de un protagonismo de relieve a una insignificancia estridente.

Las amazónicas distancias entre la política externa impulsada por el ex presidente Lula da Silva y en buena medida preservada por Dilma Rousseff, pese a su poco interés por el tema, se esfumó como un rayo por Temer y su opacidad política, su ilegitimidad y su pequeñez moral y ética.

Si desde su estreno como presidente Lula da Silva dio claras muestras de que daría un impulso formidable a la política externa, bien amparado por el embajador Celso Amorim como ministro de Relaciones Exteriores y por su asesor especial para temas internacionales, el recién fallecido Marco Aurélio Garcia, lo que se ve actualmente es la nulidad olímpica creada por el gobierno golpista.

En enero de 2003, su primer mes como presidente, Lula da Silva actuó de manera firme y rápida para lograr un diálogo en la ya entonces turbulenta situación interna de Venezuela. De esa manera dejó claro que pretendía avanzar, y mucho, en la diplomacia presidencial iniciada tímidamente por el antecesor, Fernando Henrique Cardoso.

Consciente de la necesidad de ocupar espacios en el escenario global y contrarrestar la tradicional dependencia de Washington, Lula da Silva utilizó su formidable carisma personal para elevar a grados inéditos esa diplomacia presidencial. Y todavía hoy, con la situación interna venezolana cada vez más convulsionada, Lula da Silva trata de utilizar su prestigio personal para intentar mediar junto a Nicolás Maduro para que sea posible abrir puertas para el diálogo.

Ya Michel Temer y su actual ministro de Relaciones Exteriores, el truculento Aloysio Nunes Ferreira, optaron por actitudes agresivas y muchas veces ofensivas, de tal modo que Brasil siquiera es mencionado como posible mediador en el conflicto venezolano.

Se trata de una situación clara: sin legitimidad interna, ¿cómo pretender que el gobierno brasileño tenga legitimidad para actuar frente a una crisis de las dimensiones que la vivida por Venezuela?

Si con Lula da Silva y con Dilma Rousseff Brasil supo mantener diálogo, mediante emisarios, con la oposición venezolana sin perder sus estrechos contactos con el chavismo, con Temer el cuadro se invirtió: mientras fortalecía claramente su apoyo a la oposición, se dedicó a hostigar abiertamente al presidente Nicolás Maduro. En una patética contradicción, un gobierno ilegítimo se anima a pedir democracia a un mandatario electo. Resultado: Brasil se eclipsó.

Mientras en el campo interno Temer destroza la economía, hace de conquistas sociales y avances indiscutibles tierra arrasada y profundiza la peor recesión de la historia de la república brasileña, en el campo externo se dedica, con formidable eficiencia, a sepultar años y años de una meticulosa y bien estructurada línea de acción.

Los esfuerzos llevados a cabo desde el primer día de su primer gobierno por Lula da Silva contribuyeron para acelerar, de manera inédita, medidas de integración regional. Basta con recordar iniciativas exitosas, trazada meticulosamente al lado del entonces presidente argentino Néstor Kirchner, y que resultaron, por ejemplo, en la creación de la Unasur (Unión de las Naciones Sudamericanas).

Y, más allá de la región, se recuerda la intensa participación brasileña en el ámbito global, como la formación del grupo conocido por BRICS (reuniendo Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el reconocimiento alcanzado en todos los foros mundiales, como el mismo G20 que ignoró, de manera olímpica, a la patética presencia de Michel Temer, que logró la hazaña de no mantener una mísera reunión bilateral (su colega Mauricio Macri, a propósito, mantuvo cinco).

Nada más evidente que esa diferencia asombrosa: con su carisma personal, Lula solía ser la estrella fulgurante de reuniones cumbre. Sin una gota de carisma, Dilma Rousseff era recibida por sus pares con el respeto conquistado por Brasil.

Ya Michel Temer, en la última reunión del G20, tuvo desempeño patético: verlo circular sin que nadie se diese cuenta de su presencia, nave a la deriva en aguas desconocidas, confirma hasta qué punto el ilegítimo supo dañar la imagen del país. Su única marca es ser sumariamente ignorado por sus pares: al fin y al cabo, ¿a quién le interesa aparecer al lado de un presidente denunciado formalmente por corrupción en el ejercicio del mandato y rechazado por 95 ciento de la opinión pública de su país?

Todo eso es parte del costo elevadísimo del golpe que instaló en el poder a una sarta de bandoleros.

Además de todos los daños internos, Michel Temer logró transformar el protagonismo alcanzado y consolidado por Lula da Silva en una insignificancia compatible con su minúscula estatura política, ética y moral.