15 de julio de 2017     Número 118

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Testimonio

Pagamos para irnos a La Paz
a trabajar; después de cuatro
meses regresamos sin un peso

Rosa Originaria de Yabteclum, municipio de Chenalhó, Chiapas, miembro de la Coalición Indígena de Migrantes de Chiapas (CIMCH), 26 años de edad.


FOTO: Isabel Margarita Nemecio

En 2010 mi pareja y yo fuimos a trabajar a Baja California Sur. Nos fuimos invitados por un muchacho de aquí, de Yabteclum; nos pidió dos mil pesos por cada uno para llevarnos. Dijo que él conocía un campo o una empresa donde podríamos trabajar. Dejé a mi hija, de un año dos meses en ese entonces, al cuidado de mi mamá. Pagamos lo que nos pedía, tardamos en llegar a La Paz una semana más o menos.

Nos fuimos diez de mi pueblo y unos 30 de otros pueblos chamulas, hombres y mujeres. El camión paraba sólo para darnos tiempo para comer. Nosotros llevábamos pozol y tostadas, pero se nos acabaron. La comida en los puestos donde paraba el camión era muy cara, pero al final tuvimos que comprar. No llevábamos mucho dinero. Comprábamos un platito y compartíamos dos o tres personas. Iban dos choferes y se turnaban para descansar. En el camino el camión se descompuso y luego se le acabó la gasolina. Tuvimos que cooperar cada uno con 20 pesos para comprar gasolina.

Nunca habíamos salido afuera a trabajar, era la primera vez. Acá en el pueblo no tenemos terreno para sembrar, y el trabajo aquí se pagaba a 20 pesos el día limpiando milpa, sembrando frijoles, ahorita ya pagan 60 o 50 pesos.

Llegamos a La Paz. El muchacho que nos llevó dijo: “vamos a ver adonde está el trabajo” y cuatro hombres fueron a ver el trabajo, pero el patrón dijo que no había trabajo porque había habido mucha helada que mató todas las siembras, él producía tomate.

Entonces nos dormimos en la calle, nos quedamos amontonados todos en un  estacionamiento; los chamulas llevaban tres niños. Sufrieron mucho. En esa noche los pusimos en medio de todos, pues sabemos que en la calle hay mucha delincuencia y queríamos protegerlos. Cooperamos entre todos para darles de comer a esos niños. Afortunadamente yo no llevaba a mi niña.

Al siguiente día se acercó a nosotros un señor que trabajaba allá y que ya conocía un rancho o una empresa. Allí trabajaba él. Nos preguntó que hacíamos allí y de dónde somos, le dijimos que somos de Chiapas y venimos en busca de trabajo. Le habló a su patrón y nos llevó a un rancho que se llama Cachanía al corte de chile morrón.

Yo consideraba a mi pareja como mi esposo, mi marido, pero como no estábamos casados, en el registro en el rancho nos separaron. En el campamento yo me fui con las muchachas y él con los hombres. Pues tienen un reglamento muy estricto, según, y como no teníamos un papel que justificara que era mi esposo, nos tenían aparte. Y sufríamos mucho, el desayuno era a las 5 de la mañana y teníamos que correr para llegar a desayunar, si no, nos íbamos a trabajar sin nada en el estómago.

Trabajábamos de siete de la mañana a seis de la tarde. Había tres tipos de chile: amarillo, rojo y verde. Teníamos que ponerlos en cubetas diferentes y debíamos correr para alcanzar el camión, que iba avanzando a lo largo del campo. No se esperaba. Como estábamos recién llegados, pues no sabíamos ni siquiera cortar bien los chiles y corríamos mucho atrás de los camiones. Y nos regañaban, nos decías que para eso nos pagaban y para eso estábamos allí. Terminábamos el día cansadísimos, y eso que éramos jóvenes. Yo tenía como 19 años de edad en ese entonces, y mi esposo también. Somos de la misma edad. Algo que no me gustaba era que pusieran a trabajar a las mujeres embarazadas; tampoco me gustaba que trabajaran los niños, ellos recogían la basura de los campos.

Nos pagaban 700 pesos a la semana. También para cobrar teníamos que correr. Cuando dicen que hay que ir a cobrar, que ya se acabó la semana, tiene que correr uno porque llega mucha gente y si no llega uno a tiempo ya no cobra.

Por la comida pagábamos 300 pesos, teníamos que pagar de lo que ganábamos. A veces no alcanzábamos ni la comida, ni la cena, o nos quedábamos con hambre, y teníamos que comprar en la tienda, y todo estaba bien caro, carísimo, porque es el mismo patrón el que tiene su tienda allí. Comprábamos frijoles enlatados y tortillitas. ¿Qué nos daban en el campamento? Huevo o frijol en el desayuno y en la comida a veces pollo o también huevo y frijolitos.

Como éramos muchos de Chiapas, nos reuníamos. Una señora que ya tenía tiempo por allá, nos dijo que allá se había casado. Mandamos llamar a un padre y nos casamos mi esposo y yo. Con eso ya tuvimos papeles para justificar nuestro matrimonio. Entonces nos dieron un cuartito con una estufa y nosotros preparábamos nuestra propia comida, pero nos salía más caro. Si queríamos cosas baratas teníamos que ir hasta La Paz.

No nos gustó estar allá y decidimos regresarnos a Chiapas, pero teníamos que reunir dinero para el pasaje. Estuvimos en ese rancho cuatro meses. El dinero que ahorramos apenas nos alcanzó para el pasaje. Regresamos sin nada, estábamos igual que cuando nos fuimos.

Después de eso ya de mi pueblo no me moví, mi esposo todavía se fue a Sonora. Ya no va.  Hace cinco años dejó de ir. Ahora mi esposo es caballerango en un rancho  de San Cristóbal que es de un licenciado y yo trabajo como doméstica. Ahora tengo tres hijos, la primera de nueve años, el niño de seis y la chiquita de tres años.

Hoy sí me animo a ser jornalera, quisiera ir a Sonora pues lo bueno allá es que el trabajo no es en el campo, es en el empaque. Allí entran a las nueve de la mañana, salen a comer a las dos de la tarde,  tranquilos vuelven al trabajo y salen a las seis, y hay pago de horas extras. Es lo que me platica mi esposo. Pero ya no hay personas que nos lleven a Sonora. Al que conocemos nos pide cinco mil o seis mil pesos, es mucho dinero.

*Entrevista hecha por Lourdes Rudiño

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