20 de mayo de 2017     Número 116

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Regeneración

“Si tenemos los mismos problemas y luchamos
por lo mismo, ¿por qué los campesinos no
nos unimos? ¿Por qué va cada quién por su lado? Así nunca vamos a ganar”.

Expresiones parecidas se repiten cada vez que presento el librito de distribución gratuita llamado Las milpas de la ira. Las escuché por primera vez en el quiosco de Tláhuac, lo mismo dijeron en la feria del libro de Acapulco y lo repitieron en La Concha, en Naolinco, en la plaza central de Orizaba… En la Ciudad de México, en Guerrero o en Veracruz la convicción es la misma: si las protestas, luchas y movimientos sociales no suman fuerzas podrán ganar batallas, nunca la guerra. Pero si estamos de acuerdo en lo fundamental, ¿por qué es tan difícil lograr la convergencia de los diversos y, más aún, hacer que dure?

Este número del suplemento se ocupa de Tlaxcala y ahí tuvimos un ejemplo histórico de convergencia cuando, en 1518, los caciques Maxixcatzin y Xicoténcatl el Viejo decidieron unirse a Hernán Cortés. Y no es que tlaxcaltecas y conquistadores tuvieran mucho en común, es que compartían un antagonista que eran los aztecas. La lección es que la unidad de los diferentes sólo puede darse en torno a un objetivo en que coincidan y que trascienda las diferencias. Ciertamente hay otro aprendizaje y es que no hay que aliarse con el enemigo, pero esto no aplica para el deseable encuentro de fuerzas sociales cuyas divergencias no son antagónicas.

Unirse en torno a un objetivo común que trascienda las diferencias. Muy bien. Pero ¿cuál puede ser hoy este objetivo? La historia de las luchas rurales de las últimas décadas nos proporciona ejemplos de unidad quizá iluminadores.

De 1994 a 1996 los pueblos originarios, un actor hasta entonces poco visible, cobran presencia, organicidad y proyecto unitario no sumando reivindicaciones puntuales sino formulando un objetivo que va más allá y que a todos interesa: el reconocimiento constitucional de los derechos políticos y culturales de los pueblos indios. Las comunidades tenían problemas con la tenencia de la tierra, con la producción y comercialización, con la represión de caciques y gobiernos… Pero el reconocimiento de los derechos que les confiere la ancestralidad de pueblos que ya estaban ahí cuando llegaron los españoles es algo que los trasciende y engloba. Reivindicación que va más allá de lo local y sus actores situando la lucha en el plano nacional y con interlocutores de la talla del Poder Ejecutivo federal, el Congreso de la Unión y la Suprema Corte.

Como todos sabemos, la unificación del movimiento indígena, el acompañamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), la solidaridad del movimiento campesino y el cobijo de la opinión pública permitieron que la lucha avanzara… hasta topar con la intransigencia del presidente Ernesto Zedillo, que de plano pateó la mesa de negociaciones, y más tarde –ya con Vicente Fox en Los Pinos– con la torpeza del Legislativo y la insensibilidad de la máxima magistratura.

Ante la cerrazón, el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el EZLN decidieron que no tenía caso seguir peleando por el cambio constitucional y que la lucha por la autonomía –ya no de derecho sino de hecho– debía trasladarse a las comunidades y regiones. La decisión fue quizá correcta, pero al reubicarse el activismo en el forcejeo local se debilitó notablemente la unidad del movimiento indígena que se había construido en torno a un objetivo político, nacional, estratégico y común.


FOTO: Enrique Pérez S. / ANEC

Tres lustros después el CNI y el EZLN anuncian una nueva iniciativa política amplia, de gran visión e incluyente: la integración de un Consejo Indígena de Gobierno y el lanzamiento de una mujer como candidata a la Presidencia de la República en 2018. El cambio de terreno parece más que pertinente, insoslayable, si lo que se busca es reunificar al desbalagado movimiento indígena. La duda que me queda es si el objetivo electoral trazado puede ser realmente unificador, como lo fue hace 20 años el reconocimiento de los derechos autonómicos. Y no sólo unificador de los pueblos originarios sino de los campesinos y otros sectores populares. Al tiempo.

Replegado el CNI, la iniciativa pasa a los campesinos organizados que en 2002, con el Movimiento “El campo no aguanta más” (Mecnam), convocan a una amplia convergencia. Y lo hacen en torno a un proyecto general de salvación del agro, una nueva estrategia que busca recuperar la soberanía alimentaria, un programa de desarrollo incluyente pues la regeneración del campo es la regeneración del país. Los diferentes sectores del campesinado tienen problemas específicos: no demandan lo mismo los del norte que los del sur, los hombres que las mujeres, los cafetaleros que los silvicultores o que los productores de granos… Sin embargo todos coinciden en que es necesario un fuerte golpe de timón pues la desregulación neoliberal encarnada en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) no está dejando títere con cabeza.

En pocas semanas la unidad se logra: al principio son 12 organizaciones nacionales, a las que pronto se suman muchas más hasta el punto de que –salvo el CNI que ha decidido encuevarse– prácticamente todos los agrupamientos suprarregionales se incorporan a la lucha incluyendo a los priistas de la Confederación Nacional Campesina (CNC). Dado que el objetivo político era una nueva estrategia para el campo, la negociación fue con el Ejecutivo federal, y en lo tocante a la agenda legislativa, con las Cámaras. Producto de la inusitada unidad, la capacidad de movilización manifiesta en los cien mil que marchan en la Ciudad de México el 31 de enero de 2003, y la solvencia técnica de las propuestas, el Mecnam logra que el presidente Fox convenga y firme un Acuerdo Nacional para el Campo (ANC).

Como es sabido, el gobierno no cumplió lo pactado. Pero lo más aleccionador es que la unidad del movimiento se fracturó en el momento en que cada una de las organizaciones participantes se puso a negociar sus reivindicaciones específicas. Regateo bilateral inevitable pero que dio al traste con el multilateralismo, recurso político de unidad que había hecho posible la negociación.

Disuelto el Mecnam, surgieron otras convergencias como la Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (Conoc), el Frente Auténtico del Campo (FAC) y más recientemente El Campo es de Todos, menos representativas, menos potentes y menos persistentes. La unidad que procuraba un proyecto estratégico compartido y realmente puesto sobre la mesa de negociaciones no se ha podido recrear.

Las luchas por la Ley Cocopa y por el ANC resultaron unificadoras porque fueron más políticas que gremiales. Combates en los que se expresaban los intereses generales y estratégicos de amplios sectores rurales y en los que estaba en juego el destino del país. Batallas en las que había que sumar fuerzas porque su contraparte eran las instancias mayores del Estado mexicano y los intereses oligárquicos que representa.

En cambio, cuando las comunidades indígenas se abocan a desarrollar prácticas autonómicas en sus localidades y las organizaciones campesinas se dedican a negociar con las instituciones los intereses de sus agremiados, tareas sin duda fundamentales e insoslayables, la unidad construida en torno a intereses generales y estratégicos de carácter político se diluye.


FOTO: Archivo

La enseñanza que extraigo, además de que las convergencias no son para siempre, cosa que ya sabíamos, es que lo que desata procesos unitarios potentes no es la sumatoria de luchas puntuales y la solidaridad entre ellas, sino la identificación de un proyecto político general y estratégico que las trasciende y que, además, se vislumbra como realizable si se conjuntan suficientes fuerzas.

¿Cuál es hoy en México la situación de los movimientos sociales del campo? Las organizaciones de productores siguen en la pelea por los recursos públicos a los que tienen derecho y de los que depende la subsistencia de sus agremiados. Un regateo que incuba corporativismo y en el que se encuentran a la defensiva, más divididos que cohesionados. Pero ahí están y son importantes. El movimiento más pujante de los lustros recientes: la defensa de los territorios contra megaproyectos invasivos y destructores es generalizada, persistente y muy combativa pues se ve como una lucha por la vida. Sus organizaciones nacionales Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (Mapder), Red Mexicana de Afectados por la Minería, Red Mexicana de Acción por el Agua, Alianza Contra el Fracking, entre otras, son estructuras descentralizadas de apoyo mutuo, acompañamiento y asesoría, visibles en la denuncia y en ocasiones en la propuesta, pero las debilita su particularismo y patrimonialismo proveniente de las organizaciones no gubernamentales (ONGs) que son sus promotoras. Y situaciones semejantes encontramos en movimientos sociales de otros sectores como los maestros democráticos y algunos sindicatos.

En otro plano escuchamos recurrentes llamados a la convergencia. Algunos provienen de organizaciones sociales y otros de personalidades y ONGs. Por lo general plantean que la unidad debe ser programática, tal es el caso del Congreso Constituyente Popular, que se propone hacer una nueva carta magna, y de Por México Hoy, que ha diseñado una plataforma. Otros dicen que además ha de ser clasista y anticapitalista. Casi todos afirman que el encuentro que se busca debe ser social, programático, no partidista ni personalista y desligado de las elecciones. Yo mismo lo he planteado así y otras voces lo han dicho incluso en este suplemento.

Sin embargo el gran frente social no cuaja ni en el puro campo ni con el resto de los sectores populares. Un rápido balance de tantas convocatorias bien intencionadas pero marginales y efímeras me lleva a la conclusión de que así como vamos no va a cuajar. No cuajará mientras los llamados no aborden de frente el tema político más trascendente del momento, que son las elecciones de 2018.

Desde que el gobierno mexicano se involucró en el desarrollo rural venimos peleando por las políticas públicas para el campo; la defensa de la propiedad social de la tierra y la resistencia contra el despojo de los territorios van en ascenso desde hace tres lustros; los derechos de los pueblos indios siguen pendientes, y recientemente cobró visibilidad la lucha de los jornaleros agrícolas. Pero siendo los cimientos del proceso emancipador, no hay que sobreestimar lo local ni fetichizar los movimientos sectoriales. Es necesario seguir en la resistencia y construyendo todos los días poder popular, pero las causas que nos convocan a todos son políticas y se refieren al Estado. Y hoy se resumen en lograr en 2018 un cambio del régimen que conduzca al país por un nuevo rumbo y abra espacios de efectiva interlocución entre la sociedad y el gobierno.

Tan es central el tema de las elecciones del 2018, que casi todos los que en 2006 y 2012 promovían el abstencionismo o la anulación del sufragio porque –decían– los comicios son un engañoso espejismo, hoy cambiaron de idea y están llamando a votar. Unos por la candidata que designará el CNI y otros por Emilio Álvarez Icaza. Y está bien. El problema radica en que ni la vocera del México profundo ni el abanderado de los derechos humanos pueden convocar el grande y unitario movimiento necesario para forzar un cambio de régimen. No pueden sumar fuerzas suficientes simplemente porque, como están las cosas, es claro que ni la una ni el otro pueden ganar la elección. Y la gente más o menos informada lo sabe.

Los que hacen una huelga o un paro, los que bloquean calles o carreteras, los que convocan mítines ante oficinas públicas son gente que lucha para ganar. Y esa gente, la gente de a pie, cuando se involucra en la lucha electoral lo hace también para ganar. Para lograr que su gallo sea electo.

Ciertamente hay quienes ven en el voto un ejercicio identitario y buscan un candidato que les sea entrañable, gane o pierda, mientras que otros ven en los comicios la posibilidad de posicionar una causa y dejar un testimonio. Pero son los menos. La gente del común, que es la mayoría, o no vota porque no le ve caso, o en la de malas cambia su voto por un bulto de cemento, o vota por alguien que quiere que gane pues calcula que va a cambiar las cosas. Y estos últimos son lo que pueden formar la gran mayoría que hace falta.

Así como veo el país, en los próximos meses la convergencia de las fuerzas sociales y ciudadanas progresistas se dará en torno a un proyecto de cambio verdadero, pero sobre todo en torno a un candidato posiblemente ganador. Y éste –no necesito decirlo– se llama Andrés Manuel. Y será así no porque todos los convergentes hagan cola para ingresar a Morena y sean fans de López Obrador, que los hay y son millones, sino porque son también millones los ciudadanos avispados que desconfían de los partidos y a quienes quizá no les acaba de gustar el Peje, pero calculan que con él las cosas van a estar mejor. Y pienso que también debieran sumarse a esta previsible confluencia los activistas más militantes y enrolados, que votar y llamar a votar por AMLO no es traicionar la causa de los indios y de los derechos humanos sino todo lo contrario.

Hoy de eso se trata, de esforzarse por ganar. Que después el cambio se consolide y avance por el rumbo que algunos queremos dependerá de que se mantenga el frente social preelectoral y electoral que avizoro y en general de lo que hagamos pasados los comicios. Y les aseguro que no será fácil. Pero de momento el asunto es descarrilar al PRIAN en el 2018.

Si el próximo año no ganamos la elección o nos arrebatan el triunfo todos perderemos. Pero más pierden quienes no hayan hecho nada para ganar.

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