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¡Adiós al petróleo! El futuro energético de México
C

omo parte del sistema mundo, México se va enrolando en los procesos globales y generales de la crisis de la civilización industrial que, de no reconocerse, encararse y modificarse, dirigen a la humanidad a un colapso, dramático y generalizado, que cada día se ve más cercano. Como hemos señalado en varias colaboraciones, esta crisis de la civilización moderna es consecuencia de unas cuantas tendencias generales, como el inminente crecimiento de la población, el desequilibrio del ecosistema planetario, cuya mayor evidencia es el calentamiento global, la crisis del agua y en consecuencia de los futuros alimentos, el colapso de las ciudades, y el fin de la era de los combustibles fósiles. Estas seis dimensiones operan como campos gravitacionales, que interactúan y generan sinergias desconocidas que el sentido común calificaría de inmediato como muy preocupantes. Sin embargo, no hay fuerza alguna que detenga o cambie estas tendencias, producto de la expansión del capital convertido ya en una fuerza indetenible de destrucción y muerte, una suerte de entropía (caos) social y ambiental. Veamos el caso de la energía.

Las sociedades pasadas y actuales se mueven a partir de sólo dos fuentes de energía: renovables (solar, del viento, geotérmica, hidráulica y de biomasa) y no renovables (carbón, petróleo, gas y uranio). En el primer caso los seres humanos reciben la energía del cielo, es decir, del sol o del supramundo; en el segundo de las entrañas de la Tierra, es decir, del inframundo. Hasta hace apenas unos pocos siglos la humanidad fue una especie esencialmente solar, en tanto que la sociedad moderna e industrial es una civilización que depende, ya es adicta, de la energía fósil o mineral. Mientras las energías renovables tienen la virtud de ser eternas, las no renovables son finitas, pero poseen intensidades energéticas mucho mayores que las primeras. El descubrimiento y uso del carbón mineral, del gas y especialmente del petróleo permitió generar una civilización nunca vista en la historia humana porque echó mano de las virtudes de esos materiales: su enorme capacidad de contener energía concentrada fácilmente transportable y transformable.

En la historia se gestó un cambio de época cuando en 1869 brotó alegre y burbujeante el oro negro del primer pozo en el sur de Estados Unidos. El problema es que esa era está llegando a su fin. El llamado pico del petróleo (oil peak), momento en el cual se pasa a utilizar la segunda mitad de las reservas, ha llegado a nivel global aproximadamente entre 2007 y 2010, y se estima que agotará toda fuente petrolífera en el mundo hacia 2050 (más o menos). Estamos, pues, a 35 años del final de la era del petróleo, y a algo más de la del carbón y del gas. Paradójicamente en esas tres décadas la población humana pasará de 7 mil millones a 9 mil millones, es decir, aumentará de manera brutal las necesidades de energía (unos 60 millones de nuevos seres humanos cada año). Y no sólo eso, cada vez cuesta más, en términos energéticos y económicos, obtener petróleo y gas, pues las fuentes están cada vez menos accesibles. Hoy hay que recurrir cada vez más a las reservas de los fondos de los mares, aguas someras y luego aguas profundas (hasta de 5 mil metros) o a los yacimientos continentales más profundos e intrincados (la llamada fracturación hidráulica que conlleva severos efectos ambientales y de seguridad). En unas décadas la tasa de retorno energético ha sufrido una marcada caída: si en 1930 la energía equivalente a un barril de petróleo permitía extraer 100 barriles, para 1999 ya eran ocho a 10 y hoy solamente tres. La conclusión es tajante: el mundo se adentra a una emergencia energética en la que los países (sus sociedades y gobiernos) deben realizar ya obligatoriamente una transición hacia las fuentes de energía solar. No hay opción alguna.

¿Y México? Como todo mundo lo reconoce, nuestro país es un territorio privilegiado por la historia natural que rebosa de riquezas (bióticas, acuíferas, forestales, minerales, energéticas). El petróleo y el gas abundaron en la planicie costera del Golfo de México y, por obra de la geología y del meteorito Chicxulub, dispuso de un yacimiento gigantesco, el segundo más productivo del mundo: Cantarell, descubierto en 1976 en una extensa área de Campeche y Tabasco. Esto lo hizo aparecer como una potencia petrolera en el concierto mundial. Pero el tiempo pasó y el país, que alcanzó su pico petrolero en 2004, ya consumió 70-85 por ciento de sus reservas, específicamente las que por su disponibilidad hacen aún costeable, energética, técnica y económicamente, su extracción. Hacia enero de 2016 las proyecciones oficiales de las reservas probadas de hidrocarburos indican que esas se extinguirán al ritmo actual de producción en apenas ocho años para el caso del petróleo y en cinco años para el caso del gas. México debe decir adiós al petróleo, y los políticos y las políticas públicas deben aceptarlo y enfocarse en construir de inmediato la transición hacia las energías renovables. El próximo sexenio será el de la emergencia energética.

Pero he aquí otro problema: una evaluación del potencial de las fuentes renovables de energía en México (hidráulica, geotérmica, eólica, biomasa y solar) apunta que sólo alcanzan a cubrir con optimismo ¡una tercera parte de las necesidades del país!, y ello sin contar que éstas no son intermitentes, sino irregulares y variables, y que se requiere energía fósil para su producción, transformación y transporte. El país requiere, entonces, transformaciones radicales para reducir drásticamente su consumo y, como sucedió con el caso de Cuba, ello implica olvidarse de los tres focos de mayor despilfarro energético: la agricultura industrializada, el transporte (autos y aviones), así como ciertas industrias. Todo ello implica un cambio de estilo de vida, una transformación civilizatoria, la que hemos venido invocando, y la que conforme el destino nos alcance se volverá cada vez más evidente, urgente y necesaria.

*Este artículo ha sido inspirado por las tres conferencias ofrecidas en la Escuela Nacional de Estudios Superiores de la Universidad Nacional Autónoma de México, campus Morelia, por el Dr. Luca Ferrari, eminente investigador del Centro de Geociencias (ver).