Opinión
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El adiós de Obama
E

n Chicago, ciudad en la que desarrolló buena parte de su carrera de activista social y de político, el presidente saliente de Estados Unidos, Barack Obama, ofreció un mensaje de despedida sin duda emotivo, no exento de autocomplacencia, pero tampoco de autocrítica y de visión crítica ante el incierto horizonte de su país en el futuro inmediato. No es para menos: en nueve días tendrá lugar la sucesión presidencial más preocupante de cuantas han tenido lugar en la superpotencia, con el presidente electo más rupturista de que se tenga memoria.

Aunque el aún jefe de Estado presumió una mejoría general de las condiciones sociales y económicas durante su mandato –disminución de la pobreza y el desempleo, crecimiento del poder adquisitivo, un sistema impositivo menos injusto que el que recibió–, no se abocó a un recuento de cifras, sino a la difusión y extensión de los principios y valores tradicionales de la democracia estadunidense, a las ideas de los padres fundadores de su país y a las convicciones de los ciudadanos como agentes de cambio.

Intachable en abstracto, el discurso del primer afrodescendiente que ocupó la Casa Blanca no sale bien parado en una confrontación con la realidad de su contexto: en el año recién pasado la democracia de Estados Unidos desembocó en una eliminatoria entre dos candidatos impresentables que, para colmo, fue ganada por un aspirante abiertamente racista, misógino, ignorante y prepotente que tiene entre sus primeras prioridades el desmantelamiento de la obra social de la presidencia de Obama y la reconfiguración de Estados Unidos de destino de inmigrantes a un coto literalmente amurallado. En suma, la determinación de los ciudadanos al cambio, a la que hizo referencia el mandatario durante su discurso de despedida, llevó a la mayor catástrofe electoral de su partido, a la destrucción de sus programas sociales y a la situación política más peligrosa que haya vivido Estados Unidos en muchas décadas.

El reconocimiento del presidente a sus seguidores porque cambiaron al mundo difícilmente se sostiene. Así Obama haya llegado a la Oficina Oval cargado de buenas intenciones, fue poco lo que pudo modificar un orden planetario profundamente injusto, violento e impredecible. En cambio, en sus mandatos sucesivos el político demócrata fue protagonista y testigo en el declive del poderío estadunidense en el mundo.

En materia de política exterior la alocución de Obama alcanzó niveles de franca mendacidad, como cuando se jactó de logros en su lucha contra el terrorismo que se reducen a la ausencia de ataques en gran escala en territorio estadunidense, por más que en estos ocho años el integrismo islámico violento haya logrado una expansión y difusión sin precedentes. Igualmente reprochable es el contraste entre su crítica a la creencia de que la espada, la bomba o la bala es la defensa contra lo bueno o correcto y la práctica de un pertinaz injerencismo belicista en Afganistán, Libia y otras naciones.

Particularmente agraviante para América Latina es su advertencia sobre la posible conversión de Estados Unidos en un gigante que acose a nuestros vecinos más pequeños, toda vez que esa condición imperial antecede al propio Obama y no cambió gran cosa durante su administración. Baste recordar el golpe de Estado de Honduras en 2009, en el que Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado, desempeñó un papel preponderante; el permanente acoso contra el gobierno venezolano y la impresentable maquinaria de espionaje cibernético establecida por Washington en numerosos países –el nuestro entre ellos– sobre estadistas, altos funcionarios, instituciones, empresas y ciudadanos comunes. En el caso de México, el poder público estadunidense en tiempos de Obama se caracterizó por una doble cara, especialmente en lo que se refiere a la estrategia de seguridad y combate a la delincuencia, pues mientras el gobierno vecino con una mano apoyaba a las autoridades mexicanas, con la otra introducía armamento destinado a los cárteles y hasta ayudaba a la criminalidad organizada a lavar dinero.

Las advertencias a futuro que pronunció ayer Obama son, finalmente, el recuento de sus fracasos: el racismo dista mucho de haber sido erradicado, la institucionalidad de la superpotencia está en peligro y la entropía social es un riesgo latente. El país vecino no sólo no es un país más incluyente que hace ocho años, sino que la xenofobia, el chovinismo, el racismo y el aislacionismo están por desembarcar en la Casa Blanca. Para el primer presidente negro en la historia de Estados Unidos, tal culminación no puede ser sino amarga.