Opinión
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El espejo negro de la soledad
L

a tecnología es despiadada, insensible a nuestros lloriqueos. Esta fue una de las evidencias telefónicas que inspiraron a Charlie Brooker para montar su fantástico teatro de la soledad mental en el presente-futuro que vivimos hoy incesantemente. Black Mirror (2011-2016), programa televisivo (que no serie) británico, en un puñado de episodios (en rigor son cuentos) retrata a qué grado atravesamos un periodo desquiciado de la civilización humana, donde los recursos de la tecnología comunicacional nos condujeron a un delirio colectivo. La realidad se ha vuelto porosa, indiscernible de lo irreal. Como si las descripciones torpes de la siquiatría se hubiesen cumplido en la existencia colectiva. Lo virtual influye más que lo real en la vida individual, y en consecuencia la sociedad humana. La paranoia devino función normal del pensamiento y las relaciones interpersonales.

En un nivel más íntimo, la siempre atractiva escritora uruguaya transterrada en España Cristina Peri Rossi reúne un puñado de historias equivalentes a las de Brooker en Habitaciones privadas (Casa Editorial HUM, Montevideo, 2016). Allí, por ejemplo, una mujer es seducida porque se lo busca por una voz al teléfono que se presenta enfermera y con una madre moribunda en otra ciudad. La protagonista se enamora perdidamente de la invisible Claudia, con quien comparte sexo a distancia, humedades, inconfesables secretos y demás. Tanto la necesita que decide ir a buscarla a una ciudad más grande de lo que se veía en Google y tras varias peripecias frustrantes acude al programa televisivo de investigación Se busca, de esos que reúnen padres, hijos o amantes en vivo en el estudio. Como el lector adivinó, la amada no existe, ni la página donde la contactó, Chica busca chica. El inexpresivo derrumbe emocional de la protagonista se despide con un gong, la rúbrica habitual del show. Detrás se oía la ovación del público, del presente y el aplauso de los telespectadores, este también simulado.

En otra historia, un hombre encuentra el placer jugando solitarios en la computadora; lo descansa a escala profunda de los niños ruidosos y la televisión donde su mujer ve películas sin parar ni lograr atraerlo a ver con ella Casablanca; ni siquiera rentar una película porno a ver si así cogen. Él sólo quiere despejar el camino a los reyes (de la baraja) y ascender al podio de la pantalla. En un momento de triunfo decide chatear con otros jugadores, que dicen tonterías como suele suceder, y confirma su convicción de que está mejor solo y en silencio.

El espejo negro al que alude el programa de Brooker reside por supuesto en las pantallas de computadoras y gadgets que nos rodean y en cualquier momento se encienden para transportarnos a un mundo mágico de interconexiones reales o simuladas que han pasado a determinar los días de la mayor parte de las personas. Las memorias implantadas en Blade Runner (Ridley Scott, 1982) ya no son sólo para robots o clones, sino para cualquiera. En la conversación cotidiana todos admitimos tener integrados bien o mal chip, disco duro y Photoshop.

O esta chica en el aeropuerto. Concentrada en su celular ríe, balbucea, llora, su rostro se conmueve, su boca tiembla. La rodeamos extraños con quienes ella no coexiste pues de alma y casi cuerpo está con una persona que nadie aquí puede ver. Hace un par de décadas ese comportamiento era considerado sicótico. Hoy todos hablamos a solas, nos transportamos, nos ocultamos del aquí para brillar en un más allá que nos aguarda tras el espejo oscuro. Las generaciones venideras nacerán con audífonos incluidos.

Un joven emprendedor surca calles, úberes, elevadores y pasillos relucientes como vidrio consiguiendo clientes; revisa cotizaciones y cotiza, blufea o no, es testigo presencial de un videoclip, escucha música, chismea con un cuate y participa en asuntos ajenos. Todos posteamos instantes (las irresistibles gringas o el pastel que te dispones a saborear y los amigos distantes hacen humm contigo). Escaneamos códigos para accesar a productos, etcétera. En las fotos que subimos abrazados de la pareja, colegas, parientes o perfectos desconocidos vemos reflejadas sus ausencias, y para navegar las aguas de la soledad los emoticones prestan una ayuda insustituible: nos leen el pensamiento y transparentan eso que ya no sabemos cómo decir. Ni falta que hace. Ya ves cuánto nos abrazamos y besuqueamos por ahí.