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Nosotros ya no somos los mismos

El deceso del comandante

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Fidel Castro Ruz, durante un discurso en la inauguración de un hospital en La Habana. La imagen, del 30 de diciembre de 1988Foto Afp
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a verdad sea dicha, ¡qué bueno que murió Fidel!

No se me escapa que, afirmación tan rotunda, se antoja un despropósito, una majadería, una estupidez o, lo que es peor aún, una reprobable defección a la persona y a la causa abrazada apasionadamente durante varias décadas por parte de quien la profiere.

Los naturales e inevitables detractores –de esa causa y esa persona–, juzgando de acuerdo con su moral y conducta personales, sentenciarán: ¿Y qué esperaban? ¡Muerto el rey, que viva el rey! Cuando un barco se hunde… ¿quiénes son los primeros en abandonarlo? Pero es tarde. Todos sabemos que durante años el ahora resignado y hasta complacido declarante estuvo al servicio de la antipatria y fue siempre (no siempre, confieso) enemigo acérrimo del México hispánico, católico, guadalupano. Pero más grave aún: durante años se ha dedicado a abjurar del más sagrado de los dones divinos, es decir, de la potestad del ser humano para poseer todo, absolutamente todo cuanto en el planeta existe. Apropiarse de lo que la naturaleza ofrece o lo que la violencia del hombre sobre la naturaleza produce. El respeto irrestricto a este derecho es la garantía que hace posible que en el reino de este mundo prevalezcan la libertad, la democracia, la justicia y la salvación de las almas: el sagrado derecho a la propiedad privada es el único estímulo, la única pulsión que ha sido capaz de provocar el desarrollo progresivamente acelerado de la humanidad: la ciencia, en cualquiera de sus expresiones; las tecnologías de punta (que nunca se acaba), las artes (si son más siete mejor, e incluidas, por supuesto, las artes amatorias), absolutamente toda manifestación cultural, las actividades que implican el (¡qué horror!) esfuerzo físico o las que conllevan el generoso y redentor espíritu lúdico. No hay duda: sin ese fuego interior que estruja y conmina al hombre a poseer (o cuando menos detentar) cuanto sea posible la civilización del año de gracia de 2016 sería imposible. Qué estúpidas resultan las limitantes de la rancia moralidad que pretenden condicionar este llamado, esta divina vocación del hombre a poseer, gastar, derrochar, con las castrantes prédicas de poseer sólo lo necesario, lo indispensable. Y luego la infamia de esa idea de la solidaridad porque, ¿a quién le entusiasmaría que hubiera muchos y mejores objetos o servicios, pero que no fueran exclusivos, que no diferenciaran, distinguieran, discriminaran? Tener es subsistir en este valle de lágrimas, acumular es adelantar el reino de los cielos (que por cierto debe ser insoportablemente tedioso). ¿A quién se le antoja vivir una eternidad entre una multitud de seres asexuados (ángeles, arcángeles, serafines, querubines, tronos, torres, potestades)?

Pues todo este alegato para tratar de explicar el por qué mi atrevimiento a la afirmación inicial de la columneta. Cuando la comenté, los días previos a escribirla, la verdad es que ni a los que entendían su verdadero sentido les parecía adecuada. Ergo, insistí.

Va mi primera consideración. Desde el primer funeral que asistí en mi vida: un compañerito de tercero de primaria, Héctor Coronado (alumnos, ambos, de los hermanos lasallistas, como Fidel), hasta los más recientes, que por razones totalmente explicables van siendo cada vez más frecuentes, he ido comprobando que el dolor que causa la muerte de un ser querido tiene una constante que si al principio me asombró y aún llegó a molestarme, a la fecha terminé por entenderla como inevitable: la dolencia, el sufrimiento que generalmente externan los deudos, se produce teniéndolos a ellos como centro principal de la pérdida que han experimentado. Los llantos y los lamentos hacen referencia principalmente a las consecuencias que les producirá la desaparición física del hijo, los padres, el cónyuge, el amigo. Los ayes y lamentos giran en torno de sí mismos. ¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo soportaré su ausencia? ¿Por qué me lo quitas, Señor, cuando más lo necesito? ¡Me he quedado solo (a)! ¡Mi vida no tiene ya sentido! El yo y el mí llenan el escenario.

Con excepción, tal vez, de las muertes que han sido precedidas por una larga y penosa enfermedad o una difícil agonía, o cuando se trata del deceso de una persona de edad provecta, que ya representaba una pesada carga familiar (y muy frecuentemente cuando los parientes sienten alguna culpa por una relación tensa y desacuerdos conocidos con el finado, o no fueron lo suficientemente serviciales, cercanos y cálidos durante los tiempos difíciles), las actitudes y expresiones son otras: Dentro de todo, qué bueno que diosito lo quitó de sufrir. Ya, por fin, descansó la pobre. Dios me lo dio, Dios me lo quitó. ¡Hágase su santa voluntad! Y ya en el colmo de la comprensión: ¡Mejor que se fue sin enterarse de aquello!

Lo que no suelo escuchar son quejas, preocupaciones, por todo aquello que perdió o dejó de gozar el finado: Mira nada más, ¡que perra suerte! Ya no pudo estar en el estreno de su película. ¡Lo que es la vida! Ahora que ya no iba a tener que pagar pensión. Apenas tenía tres meses de ser el supérstite. Con lo que le gustaba comer, beber, viajar. Todo lo que le faltaba por hacer, conocer, vivir. A veces no se escapan de los juicios rudos y las expresiones maledicentes ni siquiera los suicidas: Nunca pensó en nosotros. Se escapó por la puerta falsa y nos dejó el paquete. ¡Claro! Él ya dejó de sufrir, pero ¿y los que quedamos? Nadie dedica un segundo para tratar de entender la razón de una medida extrema, irreversible. En no pocas ocasiones el dolor es menos fuerte que la desesperación, el resentimiento, la rabia.

Todo esto viene a colación porque desde la noche del viernes 25 de noviembre pasado, en la que el informante permanente del acontecer mundial (y de Yucatán), el magistrado Rábago de la Hoz, al pasar a esta columneta el reporte de los hechos del día, me comunicó la noticia. Aunque sus afanes desorbitados por ser siempre el descubridor cotidiano de la estrella de Belén han menguado su credibilidad, al grado de que ya colocó sus informaciones ligeramente arriba de los pronósticos electorales de los más reputados encuestadores, la noticia que me dio la recibí con certidumbre total: Fidel ha muerto. Estoy seguro que quienes tenemos edad suficiente, esta bola la escuchamos en múltiples ocasiones. Ahora, sin embargo, había más razones para creerla. Claro que el golpe lo resentí, pero la reacción íntima, a mí mismo, me sorprendió. De que dolió, no hay duda, pero como que se trataba de la crónica de una muerte anunciada. Surgió una dolencia sorda, seca, contundente, pero sin aspavientos ni rasgar de vestiduras. Fidel murió porque no podía ser de otra manera: como Sócrates, era ser humano ergo… Pero Fidel asumió lo inevitable como lo hizo durante toda su vida: en el momento exacto. Sin fanatismos ni supercherías me atrevería decir: él sabía qué tan lejos estaba de su final e hizo lo posible para que fuera en el momento preciso. He leído a partir de esa noche páginas y páginas que relatan los 90 años de la vida de un hombre que hasta sus más acérrimos enemigos no pueden ignorar. Fidel les resulta imposible desconocer. Es un ser humano de excepción, no únicamente por el tiempo que vivió, sino principalmente por la forma en que su vida marcó ese tiempo. El odio serval, patológico, que despierta en muchos es inevitablemente otra medida de su grandeza. Tendremos oportunidad en las próximas columnetas de resumir lo que sobre Fidel se está reconociendo en todos los ámbitos de este cada vez más insumiso planeta.

Por ahora sólo quisiera llamar a que, ante el inevitable deceso de nuestro comandante, pensemos no únicamente en nosotros, sino en él como individuo, como persona. Desde tiempo atrás la salud de Fidel estaba sumamente deteriorada. Su corpulencia y el vigor físico que durante décadas fue asombro de su gente y verdadero temor de los múltiples enemigos, menguaba progresivamente y, sin embargo, su compromiso, entrega y trabajo diario no aceptaban reposo. Cuando escribía estos renglones recibí mi Proceso. El relato de Lucía Luna y Emilio Godoy justifican, pienso, mi exabrupto inicial. Ellos nos proporcionan datos verdaderamente estremecedores sobre las enfermedades y dolencias que Fidel soportaba desde hacía años. Dicen Luna y Godoy: Fidel apostó y perdió. Se me antoja corregir. No apostó ni perdió. Como lo hizo siempre, sopesó, calculó y, pensando en Cuba y en nosotros, decidió hasta donde pudo el momento preciso. Lúcido hasta el último momento, se dio un último gesto de grandeza: entregarnos la estafeta en el cenit.

PD. Como no quedé conforme, algo agregaré después.

Twitter: @ortiztejeda