Opinión
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El Constituyente en su laberinto
S

e complica el proceso para la formulación y aprobación de una Constitución para la Ciudad de México y desde adentro, como participante de los trabajos, puedo testificar lo que hacemos; se trata de la revisión del proyecto original enviado por el jefe de Gobierno y de las centenas de propuestas ciudadanas y de diputados de todos los partidos.

He podido percatarme de dos cosas: la primera, el lado bueno o positivo de esta experiencia es que en todos los grupos parlamentarios hay diputados con el ánimo y la decisión de sacar adelante el compromiso en bien de nuestra ciudad, cada uno desde su punto de vista.

El lado negativo radica en lo intrincado del procedimiento al que tenemos que sujetarnos, esto puede a la larga frustrar el esfuerzo y con ello dejar nuevamente a la ciudad sin su carta magna o con una redactada sin técnica e inadecuada para su fin primordial, que no es otro que una buena convivencia entre gobernados y gobernantes, y, en síntesis, la felicidad de los primeros.

Me refiero al barroco sistema adoptado, lleno de recovecos, candados, artilugios legales de todo tipo, puestos ahí desde el inicio del proceso que muy bien pueden conducirnos a un callejón sin salida. El tiempo está en nuestra contra, pero también los intereses partidistas y la inexperiencia de algunos constituyentes que se supera con buena voluntad y horas extras en mesas y comisiones.

Todo comenzó con una reforma a varios artículos constitucionales aprobada, a partir de un acuerdo político, que nos trazó un camino minado para alcanzar nuestro objetivo y, además, nos puso un plazo perentorio que vence el último día de enero del año próximo.

Si sorteamos los obstáculos, cumpliremos un viejo anhelo, no de todos los ciudadanos de la capital, pero sí de muchos que están al tanto de la política y que tienen interés en la posibilidad de que nuestra entidad federativa cuente con todos los derechos civiles y políticos de ciudadanos en plenitud y deje de ser una entidad burocrática.

Entre lo negativo: no dejaremos de señalar que el congreso o asamblea, como se le denominó en la reforma pactada, se integró de manera antidemocrática y mañosa, ya que sólo 60 diputados fuimos electos y 40 son designados, unos por los titulares de los Ejecutivos federal y local, y otros por las cámaras de Diputados y Senadores. La explicación no puede ser otra que la desconfianza y el temor a un pueblo participativo, como el de la Ciudad de México, el mismo miedo que tuvo Álvaro Obregón cuando en 1928 se suprimieron los ayuntamientos en el Distrito Federal.

Decidieron asegurarse los poderes establecidos, el sistema, los integrantes del Pacto por México, que el origen de la constitución fuera híbrido, en parte democrático en parte paternalista y autoritario. Integraron una especie de junta de notables, como las que armaban los conservadores del siglo XIX.

La verdad es que entre esos notables de hoy, hay de todo, desde verdaderos expertos en los temas de su especialidad hasta algunos que no saben bien a bien a qué fueron al sobrio edificio de Xicoténcatl. Algunos, sin duda, van a cubrir un flanco de intereses o a vigilar que no se toquen posiciones políticas partidistas, económicas o burocráticas de los tres poderes de la ciudad.

Estamos por eso y a pesar del avanzado reglamento que nos dimos, en un laberinto que nos puede llevar a un buen documento o a un intento más sin los resultados apetecidos. Entre lo mejor está el interés y el acompañamiento de ciudadanos, grupos, comunidades originarias y vecinales que aportan y participan; esa movilización ya no se detiene.

Por lo pronto, enfrentamos un dilema que ya corre de boca en boca en los corrillos del congreso, se trata de la inquietud del término fatal. ¿Podemos ampliarlo en ejercicio de la soberanía que ostentamos? O ¿tendremos que sujetarnos a la camisa de fuerza que se nos impuso?