Opinión
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La otra elección
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ientras la atención de gran parte del mundo se encuentra focalizada en los comicios que el martes 8 se llevarán a cabo en Estados Unidos, 5 mil kilómetros más abajo se realizará otra elección mediante la cual cerca de 3 millones y medio de nicaragüenses designarán a quienes ocuparán, durante los próximos cinco años, la presidencia y la vicepresidencia de la tierra de Sandino.

Se trata, sin embargo, de un ejercicio electoral que no promete ninguna sorpresa, en la medida que el candidato del partido Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), Daniel Ortega, dispone de todos los mecanismos formales para ser relecto por otro periodo de gobierno, que sería el tercero (fue presidente en 1985-1990 y 2007-2012). La novedad es que en esta ocasión lo acompaña en la fórmula Rosario Murillo, asesora de prensa y comunicación de esa agrupación política, y también su esposa.

La nueva gestión de Ortega –de concretarse, lo que prácticamente se da por descontado– no representa precisamente un síntoma de salud para la democracia de su país. El candidato del FSLN se encontraba constitucionalmente inhabilitado para postularse de nueva cuenta (el artículo 147 de la Carta Magna nicaragüense impide que asuma la presidencia quien la hubiere ejercido por dos periodos), por lo que el asunto fue materia de una encendida discusión en la que participaron la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua y un sector de la Asamblea Nacional (Poder Legislativo). Finalmente, este organismo –de amplia mayoría sandinista– optó por reformar el artículo citado, allanándole el camino a Daniel Ortega para ejercer un cuarto mandato y tercero consecutivo.

A fin de que el partido en el poder no encontrara ningún otro escollo imprevisto, a mediados de este año el Consejo Supremo Electoral del país centroamericano, máxima instancia en materia de elecciones, destituyó a 28 diputados que conformaban la única oposición organizada al gobierno. Y quizá para evitar situaciones comprometedoras para su causa en el transcurso de la votación, el propio presidente-candidato anunció en un discurso (julio de 2016) que en los comicios nicaragüenses se acabó la observación, lo que en otras palabras significaba que afrontaría unas elecciones sin opositores que le disputaran el voto ni observadores internacionales que le cuestionaran el proceso.

La historia reciente de Nicaragua es la historia de una revolución hecha para acabar con una dictadura, y que después de un sinnúmero de avances y retrocesos ha tomado un derrotero incierto. De momento, se advierte el tono de autoritarismo que se desprende de la gestión del hombre que, derrotado Anastasio Somoza, integró el directorio que se hizo cargo del gobierno con la intención explícita de conducir a su país rumbo a una efectiva democracia.

El proceso de transformaciones políticas que ha tenido lugar en Nicaragua desde el derrocamiento de Somoza hasta las elecciones de hoy, deja en el aire un gran número de interrogantes. Y no es el menor de ellos preguntarse por qué la mayoría de las revoluciones populares, originariamente inspiradas en conceptos de igualdad y justicia, tarde o temprano toman la riesgosa pendiente de la intransigencia y la mano dura. Por lo pronto, la derecha –nueva, rancia o disimulada bajo distintas apariencias– aprovecha oportunamente esos desvíos para fundamentar su argumento de moda, consistente en equiparar izquierda con despotismo.