Opinión
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Mi pobre colonia
H

ace más de 40 años vivo en una calle tranquila de la Iztaccíhuatl, que se prolonga naturalmente, con el mismo nombre y estilo de casas unifamiliares de clase media, a la Villa de Cortés (o viceversa); ambas colonias se confunden y parecen una sola, forman parte de la Coordinación Cinco para efectos de seguridad y procuración de justicia de la delegación Benito Juárez.

Por décadas, los habitantes de estos rumbos hemos vivido relativamente tranquilos; en la zona no se autorizan grandes edificios, excepto sobre calzada de Tlalpan; hay vigilancia aceptable, las patrullas de la policía pasan con regularidad y Seguridad Pública contesta el teléfono cuando se le requiere.

Sin embargo, como afirma una famosa canción: cambia, todo cambia, y bueno sería que las modificaciones implicaran una mejora o una ventaja para los moradores, pero no es así; ciertamente hay algunos que tenemos que reconocer como positivos: que la organización vecinal cuida y arregla los camellones, algunos buenos habitantes siembran plantas frente a sus casas y ponen adoquines por su cuenta; es notable una pequeña glorieta que cuidan vecinos en la que hay un altar de muertos por estas fechas y motivos navideños en diciembre.

Hay otros cambios que no son tan inocuos, que nos preocupan y empiezan a afectar, tanto a visitantes como a residentes, modificaciones que alteran, enojan y a veces crispan a los moradores de la zona. Sabemos que pende sobre nuestras cabezas la amenaza de ese negocio tan reprobable que son los parquímetros, pero no se ha presentado al menos por ahora; sí han incursionado los impulsores del gas natural, que dejan sobre el pavimento de las calles las peligrosas cicatrices de sus zanjas.

Padecemos ya, como en toda la ciudad, la plaga de las grúas que se divide en dos; cuando un vecino requiere una grúa de tránsito para remover un vehículo que estorba la entrada de su casa, llega después de horas de que se pidió el auxilio el más viejo de los vehículos, con tripulantes cansados que ponen muchos pretextos para cumplir con su deber y casi siempre piden una colaboración para un pedazo de madera que les falta u otro implemento que dicen requerir para su trabajo.

En cambio, las grúas-negocios son rapidísimas y en menos de dos minutos levantan y desaparecen con la velocidad de Fantomas cualquier vehículo que se encuentre momentáneamente ocupando un espacio que, según el reglamento, no es para estacionarse; los encargados de esta tarea, empleados de una empresa apoyados por uniformados, son implacables, no entienden razones y sin duda alguna causan más males sociales que los que pretenden resolver. Conozco un caso en el que traté de intervenir: en él se llevaron un vehículo mientras una persona en silla de ruedas, empujada por su hijo, se acercaba a abordar su automóvil; el trastorno provocado a la familiar fue muy grave, mientras al agente de tránsito y a los vecinos para nada les benefició.

Otra amenaza mayor es la de un proyecto de centro comercial en los dos extremos de la estación Villa de Cortés y sobre el Metro y la calzada de Tlalpan; se trata de la concesión de un espacio público a empresarios privados que harán un gran negocio con infraestructura y bienes colectivos, sin tomar en cuenta para nada la opinión de los residentes cuya vida será negativamente alterada.

Se incrementará el tránsito vehicular, será afectado el comercio de la zona y sin duda la distribución del agua, que ya no es tan abundante como antes, se verá mermada; dos edificios de muchos pisos, quizá ocho, causarán un impacto no deseado, con el agravante de que las autoridades ni han informado bien ni han hecho una consulta a quienes habitamos la zona.

El Gobierno de la Ciudad de México y el de la delegación deben escoger entre servir a los ciudadanos que pagan impuestos y cumplen con sus deberes cívicos o atender a los llamados desarrolladores, que sólo buscan incrementar sus utilidades sin considerar el impacto que sus obras producen a la urbe.