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Ruta Sonora

Juan Gabriel, cómo quisiera que tú vivieras

E

n América Latina suena cada 40 segundos, en transmisión radial o televisiva, una canción de Juan Gabriel, ya sea en su voz o en la de sus muchos intérpretes (incluidos roqueros mexicanos como Jaguares, Maldita Vecindad, Julieta Venegas o Panteón Rococó): de ese tamaño su omnipresencia, su cotidianidad perenne; su energía inagotable, ya fuera en el escenario, la composición vigente, la grabación de discos, o la exploración de nuevos ritmos y fronteras. La numeralia no miente: es el artista con más canciones registradas en la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) y quien ha recaudado más en regalías, ya que es el compositor de habla hispana más cantado a escala internacional: más de mil 500 artistas de todo el mundo lo han interpretado. Vendió 150 millones de discos como solista; 75 millones como productor y 45 con la cantante española Rocío Dúrcal. Recuerdos II (1984) es el disco más vendido en la historia en México (8 millones). Es el artista latino que más entradas recaudó en Estados Unidos, y el mexicano con más reproducciones en YouTube. Sin embargo, en ninguno de esos números ni en la perfección técnica de sus rimas y métricas según los cánones del español (como de forma erudita señaló Yuri Vargas en respuesta a la denostación que hizo contra el Divo de Juárez el ahora ex director de Tv UNAM, Nicolás Alvarado), se halla la magia de la cual era capaz Alberto Aguilera Valadez, tristemente fallecido por paro cardiaco el pasado 28 de agosto en Santa Mónica, California, a los 66 años.

Porque la magia estaba en su innata riqueza melódica, su sencillez lírica, su humildad, su alegría de vivir a pesar de las penurias: ese rasgo tan mexicano. Juanga, como todo mexicano le nombra cariñosa, entrañable y familiarmente, acaparaba en un solo ser al prolífico y talentoso compositor, al magnífico cantante, al extravagante y carismático showman bailarín, al desfachatado mexicano que no le teme a nada y se arroja con aplomo, elegancia y dignidad, a ese ruedo que es el escenario, metáfora de la vida, sin hacer caso a las mofas de una sociedad altamente homófoba. El Divo traspasó toda clase social y todo prejuicio: la belleza y simpatía de su música hacía no sólo olvidar, sino celebrar la autenticidad valiente de su diamantina y sus lentejuelas.

Su tremendo valor cultural, su estatus de leyenda y fenómeno radica en la profunda identificación que logró con la gente. Porque al creador exitoso no puede juzgársele solo; hay que observar qué es lo que le ve tanta gente, saber qué les hace decir: te pareces tanto a mí.

La conmoción popular que recién vivimos (el lunes entrante se le hará en Bellas Artes un homenaje especial) es sólo comparable con la que generó la muerte de Pedro Infante, y sus canciones están al mismo nivel de la obra vernácula que llora de amor de José Alfredo Jiménez, y de la belleza trascendente de Agustín Lara (aunque sin la poética de éste).

Con gracia inédita, el nacido en Michoacán aportó a la música popular una combinación de géneros inusitados. En sus años mozos mezclaba fraseos de ranchera con arreglos de chanson y trompetas latinas a lo Herb Alpert. Aunque le entró al bolero, la rumba flamenca, el a go gó, la norteña, la salsa, el pop, el huapango, la banda sinaloense, sus canciones terminaban siendo híbridos personales. Y aunque casi siempre cantó con mariachi, sus melodías vocales no siempre estaban dentro de los cánones rancheros. Quizá por no contar con altos estudios musicales, era audaz para componer, y sus más memorables canciones poseen estructuras que van contando historias sonoras extravagantes, con codas fastuosas. Dijo el también extrañado Carlos Monsiváis en Escenas de pudor y liviandad (1988): Creaba por su cuenta una realidad musical nomás suya: la síntesis de todas sus predilecciones, que no existía en lado alguno.

Poseía un estilo identificable, único: lo más difícil de lograr en un artista. Transmitía profundo y sincero, con voz aguda y ronquita, inspirado en Lola Beltrán, Lucha Villa y Amalia Mendoza La Tariácuri, el dolor de la pérdida amorosa, la desilusión. Monsiváis: Fuerza la garganta, trata sin piedad a sus cuerdas vocales, azuza el alma a fuerza de decibeles; su fuerza es la emotividad con ganas. Y explica: Un ídolo es un convenio multigeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión de la alegría, el espíritu romántico, la suave o agresiva ruptura de la norma. Porque aquél era eso: un ídolo.

Juanga enriqueció al género ranchero, que tras José Alfredo se hallaba algo seco, salvo agraciados destellos (Antonio Aguilar, Joan Sebastian, Marco Antonio Solís, Vicente y Alejandro Fernández), pero ninguno con la universalidad y arraigo del de Juárez. México se queda huérfano de compositor alguno de tal magnitud. La música chocarrera de banda sigue cundiendo, los sones persisten en sus regiones, pero no se ve en el horizonte alguien con ese brillo inalcanzable. Hasta siempre, querido Juan Gabriel (conciertos)

Twitter: patipenaloza