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Minimizar y maximizar
N

o habría usado estos infinitivos al subtitular un libro, pero Víctor Rodríguez Padilla los emplea con eficacia al caracterizar, sin rebasar la extensión de un tuit, uno de los propósitos de la actual reforma petrolera: minimizar al Estado para maximizar los negocios privados. Desvela y desmenuza muchos otros en el libro presentado la semana pasada en la Cámara de Diputados.* Tuve el privilegio de participar en ese acto y recojo en estas líneas parte de mis comentarios.

Intenté, primero, subrayar algunos de los contenidos y destacar los mensajes centrales del libro, en especial en materia de petróleo. Ofrecí una lectura selectiva de su análisis de la reforma energética, de la que por desgracia tuvimos en México, de la que ahora sufrimos los mexicanos. Más adelante aludí a otra reforma, a la energética que el país y sus habitantes necesitamos; a la reforma que debimos tener, a la que hubiese devuelto nuestros recursos energéticos, sobre todo a los hidrocarburos, el papel de impulsor central del crecimiento y el desarrollo nacionales.

Hay en el libro una enorme riqueza informativa y analítica; un riguroso examen técnico de los aspectos instrumentales y operativos de la reforma; una cuidadosa y acertada lectura económica e interpretación política de sus diversos extremos, y, más allá de esto, una presentación concisa y transparente de los mensajes que el autor desea transmitir. Destaco aquí los que me parecen de particular importancia para alguna coyuntura futura, todavía no precisada, en que existan las condiciones políticas que permitan dar otro rumbo a la reforma o, si se prefiere, reformar la reforma.

Como se insistió en el discurso oficial, recuerda el autor, la reforma conservó la propiedad de los hidrocarburos y de las empresas públicas Pemex y CFE. ¿Cuál es el verdadero alcance de esta reserva formal de propiedad? Como se ha visto en los primeros tiempos de aplicación de la reforma, ha sido frecuente que se transfiera o se anuncie la intención de transferir a particulares la operación de instalaciones, el manejo de los recursos extraídos y la actividad directa en el mercado. Estas acciones contrastan frente a la mera conservación de la propiedad de los que permanecen en el subsuelo y el dominio pasivo de los mismos.

Éstos, los recursos del subsuelo, constituyen la base física de operación de la industria, pero la actividad exploratoria, extractiva y transformadora se transfiere (ahora o cuando se encuentren los socios) a agentes privados, y la empresa productiva del Estado se convierte poco a poco en administradora de rentas decrecientes. Desde el principio, la mayor preocupación oficial fue que las empresas privadas lleguen con prontitud, y para acelerar su arribo se realiza una reforma rápida, atropellada y violenta. Esta apreciación alude tanto a los procesos legislativos, como a las mecánicas de aprobación y ratificación en las legislaturas estatales. Alude también a la modificación frecuente de los criterios de licitación y la expedición de permisos, licencias y autorizaciones.

Establece y demuestra el autor que ha sido una reforma voluntaria y dadivosa con el capital. Es el recurso productivo más premiado, en forma desmesurada, sobre todo cuando se compara con las remuneraciones al trabajo subordinado y lo que finalmente ha decidido captarse de la renta petrolera. El análisis de Rodríguez Padilla muestra que se favorece al capital en términos fiscales y financieros. El autor compara, en el caso de la exploración y extracción de hidrocarburos, los regímenes fiscales aplicables a las asignaciones –otorgadas a la empresa productiva del Estado– y los que se aplicarán a los contratos con particulares, sean de utilidad o de producción compartida. Encuentra que estos últimos son más favorables y flexibles. La simple diferencia de trato fiscal, que castiga a las asignaciones, constituye un incentivo perverso para que Pemex se apresure a convertir en contratos la mayor parte de las asignaciones recibidas.

Para hablar de la reforma que necesitamos, en contraste con la que tuvimos, me apoyé en trabajos del Grupo de Energía del Programa Universitario de Estudios del Desarrollo, del que soy parte.

El sistema energético nacional, que operó desde principios de los años 80, mostró en este siglo, sobre todo en los últimos dos lustros y en particular, en 2014, síntomas evidentes de insuficiencia para mantener el dinamismo del pasado. La reforma energética fue la respuesta oficial a la creciente disfuncionalidad de ese sistema. No constituía, desde luego, la única posible y cabía imaginar otras que –más que centrarse en minimizar al Estado y maximizar los negocios privados– sirvieran mejor a la preservación de los recursos, la seguridad energética y el desarrollo del país.

La reforma energética que se aprobó no resuelve sino que más bien agrava tres características que resulta indispensable alterar. No ofrece una salida efectiva a la concentración extremada en los hidrocarburos que se aprecia tradicionalmente en la oferta mexicana de energía. Por el contrario, al perseguir los mayores aumentos posibles en la extracción de petróleo y gas –incluidos los provenientes de áreas hasta ahora no abiertas a la explotación, como los recursos bajo aguas profundas y los yacimientos no convencionales– aumentará la ponderación de éstos en la oferta total.

Al priorizar la producción primaria de hidrocarburos, más que su transformación industrial, amenaza con mantener la insuficiencia dinámica de la oferta de petrolíferos, en especial gasolinas, y de gas natural; las consecuentes importaciones de éstos y el saldo negativo de la balanza comercial del sector.

En tercer lugar, la reforma refuerza el sesgo exportador de crudo, pues las inversiones en extracción que promueve tendrán como destino preferente los mercados externos. Si se quisiera elegir un símil externo, la reforma se orienta a construir un sector petrolero no como el de Noruega, sino como el de Nigeria.

En el segundo decenio del presente siglo, México requiere una gran reforma energética, muy diferente de la que se hizo. Esta otra reforma –basada en una política energética para el desarrollo– tendería a fortalecer, no a debilitar o acotar, la función del Estado y de Pemex en la operación, conducción y rectoría del sector; abandonaría el sesgo exportador de la extracción de hidrocarburos, dedicándolos a garantizar la seguridad energética de la nación y satisfacer las demandas nacionales de petrolíferos y petroquímicos, y correría en paralelo con un vigoroso desarrollo de energías renovables, que concrete la contribución de México al empeño global de combatir el cambio climático.

*Víctor Rodríguez Padilla, Reforma energética en México, Cámara de Diputados, México, 2016, 294 pp.