Opinión
Ver día anteriorMiércoles 10 de agosto de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Lo verdadero de lo falso
D

istinguir lo verdadero de lo falso es una cuestión primordial a la base de todas las otras cuestiones. No hablo de las ciencias matemáticas, donde se puede admitir, por ejemplo, que dos líneas paralelas nunca se reúnen: verdad en la geometría de Euclides, falsedad en la de Einstein. Como fue verdadero durante siglos que el Sol giraba en torno a la Tierra…

La búsqueda de la verdad ha preocupado al hombre desde los inicios del pensamiento en Occidente. Separarla de lo falso, despojarla de vestimentas artificiales y disfraces deformantes ha sido labor y meta de pensadores.

En un terreno más simple, o más ejemplificador, el de la obra de arte, la distinción entre lo auténtico y lo falso es un problema diario para expertos, coleccionistas, museos…y mercado del arte. Sin embargo, la falsificación puede ser un arte. Acaso porque la imaginación, cuya verdad obedece a otra lógica, se mezcla.

Falsificar una obra de arte no es limitarse a copiar la tela con la maestría de un excelente alumno de la escuela de Bellas Artes. Realizar una pintura falsa no es sólo reproducirla. Es casi crearla y, para esto, se necesita talento. Y bastante sensatez porque la falsificación puede enloquecer.

En su Autoportrait d’un faussaire, autobiografía publicada el año pasado, Guy Ribes relata el alivio sereno que siente al ser arrestado en 2005, después de 40 años de dedicarse al digno oficio de falsificador. Sosiego doble. Uno, por el hecho de terminar con el medio de delincuentes que entraban en su casa como en un molino, tipos de mala ralea a quienes no interesaba el arte, a diferencia de sus dos anteriores cómplices, Henri Guillard, un impresor, y Leon Amiel, un editor de arte estadunidense, ambos curiosamente fallecidos durante el mismo mes. Dos, porque deseaba recuperar su identidad, si aún existían restos de ella. Ya no sabía quién era yo, escribe Ribes, quien fue perdiendo su identidad a través de los años de falsario durante los cuales se obligó a meterse en la piel y la sangre, el cuerpo y el alma, de Picasso, Chagall, Van Gogh, Utrillo, Renoir, Dalí, y pintores de épocas más antiguas como Rembrandt y Rubens, cuyos pinceles se apropia para crearles telas inéditas.

La pérdida de identidad es un riesgo que no sólo corren los falsarios. El peligro acecha otros oficios. En primer lugar, los actores.

En su célebre libro La paradoja del comediante, el filósofo Denis Diderot, creador de La Enciclopedia, desarrolla una tesis original. Sostiene que un actor, al contrario de la idea común, no debe identificarse con el personaje que representa; al contrario, debe distanciarse de ese personaje como si le fuera extranjero. El director de teatro ruso Stanislavsky desarrollará esta tesis en su carrera. Tema de controversia, hay partidarios de ambas escuelas. Toca a actores y actrices escoger su destino. El Anthony Perkins de Psicosis, la Vivien Leigh de Un tranvía llamado deseo, acaso frágiles, sufrirán trastornos debidos a sus actuaciones.

La escritura es otro dominio donde se arriesga la identidad. Cuando Gustave Flaubert dice: Ema Bovary soy yo, resume el enigmático proceso creativo de un personaje. Sea creado a partir de personas de carne y hueso en quienes se adentra hasta perderse, sea imaginado a partir de una idea que irá encarnando en el interior del escritor convirtiéndolo en su personaje. Acaso nadie como Gérard de Nerval llevó a sus extremos esta aventura. Él, quien escribió: El sueño es una segunda vida, vivió una tercera en la escritura. Platicó y convivió con personas históricas del pasado como con seres imaginarios. Quizás también su suicidio fue un acto imaginario.

En Filles de joie, novela traducida al griego con el título Lo verdadero de lo falso, su autor, Jacques Bellefroid, a través de una trama donde narra la vida de un joven falsario, propone una reflexión profunda a propósito de la inaccesible e insoportable verdad. Guy Ribes, tal vez no la comprendió, pero debe haber vivido su hechizo.