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Lecciones olvidadas de la Guerra Civil española
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illares de combatientes internacionalistas lucharon y murieron en la Guerra Civil española. Una contienda aleccionadora (y deliberada o convenientemente subestimada) que, a más de probeta y anticipo de la Segunda Guerra Mundial, devino en primer ensayo general de la barbarie contra el anhelo democrático de los pueblos.

En España se dieron cita voluntarios de más de 50 países del mundo occidental. Algunos investigadores estiman en 35 mil y otros elevan a 50 mil el número de combatientes. Francia encabezó la nómina con más de 10 mil, seguida de Alemania y Austria (5 mil), Italia (4 mil), Gran Bretaña (2 mil 500), Estados Unidos (2 mil), Yugoslavia (mil 700), Canadá (mil 500), Cuba (mil 200), Argentina (600), etcétera.

¿Qué animaba, qué movía la conciencia de aquellos hombres y mujeres que de un día para otro abandonaron su país para ir a luchar por la causa popular de otro, del que poco y nada sabían? Atajando el ligero reduccionismo historiográfico liberal, el historiador inglés Eric Hobsbawm (1917-2012) advirtió que la Guerra Civil española no fue entre la ultraderecha y el Komintern.

Observa: “La única elección era entre dos lados. Y la opinión liberal democrática eligió abrumadoramente el antifascismo… El caso es que a diferencia de lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial, aquí ganó el lado equivocado. Pero si esta vez la historia no la escribieron los vencedores, ello se debe en gran medida a los intelectuales, los artistas y los escritores que se movilizaron en favor de la República”.

Para reforzar su hipótesis, Hobsbawm rescata las palabras del poeta inglés Laurie Lee (1914-97): “Yo creo que compartíamos algo más que lo ideológico o político. Algo única y exclusivamente nuestro en aquel tiempo: la oportunidad, que nunca más volvería a presentarse, de hacer un gesto grande y expedito de sacrificio personal y de fe…No había medias verdades ni vacilaciones; habíamos encontrado una nueva libertad, casi una nueva moralidad…”

Por su lado, el dramaturgo estadunidense Arthur Miller (1915-2005) escribió en sus memorias: En los años 30 la palabra España era explosiva. En nuestra formación de la conciencia del mundo no hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación.

Resulta inevitable, entonces, agregar lo dicho por quien también marcó parte de nuestra propia generación y cierto modo de entender las cosas. Contaría 12 o 13 años cuando leí el texto de Federico García Lorca al inaugurar una biblioteca en su pueblo natal de Fuente Vaqueros (Granada):

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas, sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales, que es lo que los pueblos piden a gritos.

El vate andaluz pronunció sus palabras en septiembre de 1931, a pocos meses de la instauración de la Segunda República. Cinco años después, en casa de un amigo (el poeta Luis Rosales), García Lorca fue secuestrado por los fascistas. Y junto con un maestro rural y dos toreros anarquistas, el autor de Bodas de sangre fue fusilado por subversivo y homosexual.

En los primeros meses, el golpe militar (17 de julio de 1936) fue derrotado por la rebelión de los obreros que tomaron las armas, quedando el poder político efectivo en sus manos. ¿Con qué ideología? ¿Con qué política?

Para no enredarnos, digamos que las principales características del movimiento revolucionario cuadraban con las de toda resistencia popular en sus primeros momentos: la pasión por la igualdad y la afirmación de la autoridad local y colectiva.

No obstante, las votaciones en favor de la frágil coalición republicana de radicales, liberales, socialistas, anarquistas y comunistas habían arrojado un inesperado y escaso uno por ciento más de sufragios que las de 1931.

Y así, soterradamente, en medio de la gran confrontación fascismo-antifascismo, empezó otro tipo de guerra: la de los antagonismos políticos en el bando republicano, que adquirió modalidades fratricidas. Un tipo de guerra que, hasta nuestros días, continúa enloqueciendo a las izquierdas dogmáticas y sectarias.

El acucioso Hobsbawm también rescata la carta en la que el anticomunista George Orwell reconoce a un amigo: Lo que dices respecto de no dejar que los fascistas dispongan de las disensiones entre nosotros es muy cierto.