Editorial
Ver día anteriorMartes 9 de agosto de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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México, en deuda con el campo
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ecenas de miles de campesinos de diversas regiones del país convergieron ayer en esta capital para conmemorar el 137 aniversario del natalicio de Emiliano Zapata y con un conjunto de demandas que reflejan otros tantos agravios: una verdadera reforma del campo, reorientación del gasto público, políticas públicas con equidad de género, no a los recortes presupuestales en programas sociales y productivos, trato digno y respeto a los derechos humanos de los migrantes, alto a la represión y a la desaparición forzada, libertad a los campesinos presos, no a la criminalización de la protesta y no al despojo de tierras, aguas y recursos naturales.

De todos los sectores afectados y violentados por el modelo económico implantado en el país a partir de 1988 y vigente a la fecha, el campesino ha sido probablemente el que ha llevado la peor parte. A raíz de la eliminación progresiva de los precios de garantía (1989), las modificaciones al artículo 27 constitucional impulsadas por el salinato (1992) y la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, 1994) millones de ejidatarios, comuneros y pequeños propietarios se vieron obligados a vender o abandonar sus tierras sin más horizontes que la emigración a Estados Unidos, la incorporación al sector informal en las ciudades o el reclutamiento por la delincuencia. En el sexenio siguiente, que transcurrió en una crisis económica permanente, el poder público no hizo nada para contrarrestar esa tragedia social; en cambio, en el gobierno de Ernesto Zedillo se cometieron masacres de campesinos –todas impunes a la fecha–, como las perpetradas en Aguas Blancas, Acteal, El Charco y El Bosque, por grupos paramilitares afines a cacicazgos locales o surgidos en el marco de la contrainsurgencia emprendida por el gobierno federal contra las comunidades zapatistas de Chiapas.

Las presidencias panistas no se desempeñaron mejor. Vicente Fox puso en práctica una política agraria orientada a beneficiar a las agroindustrias exportadoras y dejó en el abandono a pequeños propietarios, ejidatarios y comuneros. Y cuando en el sexenio siguiente se manifestó un preocupante desabasto alimentario, Felipe Calderón, en lugar de emprender acciones urgentes de apoyo al agro nacional, levantó toda restricción a las importaciones de maíz, arroz, trigo, sorgo y pasta de soya provenientes de cualquier parte del mundo, ordenó la reducción a la mitad del impuesto a las compras externas de leche en polvo y eliminó los aranceles a las importaciones de frijol; benefició de esa forma a los productores extranjeros en detrimento de los mexicanos, y en vez de acercarse a los agricultores para buscar salidas a la situación pactó con los propietarios de las grandes cadenas de tiendas de autoservicio.

En el gobierno actual la población campesina no ha sido resarcida en modo alguno de los gravísimos atropellos sufridos en el pasado reciente; en cambio, ha vuelto a ser víctima directa de disposiciones cupulares como las reformas energética y educativa. La primera, porque contiene disposiciones que facilitan el despojo de tierras agrarias para beneficio de consorcios extractivos, energéticos y de la construcción; la segunda, porque atenta contra la estabilidad laboral y el buen desempeño de los maestros rurales –eslabón fundamental y a veces único entre el Estado y numerosas comunidades– y porque posibilita el traslado a las familias de los alumnos los gastos de manutención de las escuelas.

Este pequeño recuento debiera bastar para comprender la extensión y la profundidad de los agravios cometidos por la institucionalidad política del país en contra de la gente del campo en las últimas tres décadas y la urgente necesidad de empezar a revertirlos y subsanarlos. Entre las múltiples y voluminosas deudas contraídas por el país, la que tiene con sus propios campesinos es una de las principales.