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La vida del hombre es un borrador, según el argentino Haroldo Conti
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Haroldo Conti fue sacado de su casa por un grupo armado el 4 de mayo de 1976; este año se cumplen cuatro décadas de su asesinatoFoto archivo

La vida de un hombre es un miserable borrador,
un puñado de tristezas que cabe
en unas cuantas líneas
Haroldo Conti

E

l escritor argentino Haroldo Conti fue sacado de su casa por un grupo armado el 4 de mayo de 1976, y este año se cumplen 40 años de su asesinato. A su mujer, Marta Scavac, los militares del dictador Videla la ataron, encapucharon, arrastraron de los cabellos y brutalizaron en su presencia y la del hijo de ambos. A Haroldo lo golpearon y lo ataron con cadenas hasta hacerlo sangrar. Robaron todas sus pertenencias excepto algunos muebles que, por su tamaño, no pudieron cargar. Marta todavía alcanzó a gritar, detrás de su capucha: ¿Por qué se lo llevan?, y le respondieron: Porque ha ido demasiado a Cuba. Haroldo Conti fue dos veces de jurado del Premio Casa de las Américas (1973-1974) y en 1975 él mismo lo obtuvo por su novela Mascaró.

Sobre el secuestro de Haroldo Conti, Tununa Mercado escribió en la revista Tiempo que si a Marta le permitieron despedirse de su marido fue porque los verdugos estaban decididos a terminar con él. Versiones de dos presos que escaparon de uno de los numerosos campos de concentración de la junta militar, confiaron a Marta Scavac que Haroldo Conti llegó el 20 de mayo de 1976 al Destacamento Brigada Güemes de la Policía Federal Argentina y lo encerraron en una celda de dos por uno con piso de cemento y puerta metálica. Apenas podía hablar, le era imposible comer. Su estado de salud se agravó a raíz de las torturas.

Haroldo Conti es uno de los escritores argentinos más importantes del siglo XX. Nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1925. Sus obras se caracterizan por un profundo conocimiento del trabajo y del lenguaje que usan las clases más desprotegidas. En Como un león, uno de sus cuentos más memorables, el protagonista relata: “Todas las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido: ‘Levántate y camina como un león’. No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido. ‘Levántate y camina como un león’”.

Sus libros de cuentos Todos los veranos (1964), Con otra gente (1967) y La balada del álamo Carolina (1975), y sus novelas Sudeste (1962), Alrededor de la jaula (1966), En vida (1971) y Mascaró el cazador americano (1975) han sido motivo de estudio en Argentina y en el extranjero. Haroldo Conti recibió numerosos premios y es uno de los escritores que más siguen y recuerdan los jóvenes en Buenos Aires.

En agosto de 1980 entrevisté para Siempre! a las esposas de Haroldo Conti y de Rodolfo Walsh. Ninguna de las dos mujeres había cumplido los 40 años y a ambas las atravesaba una ráfaga de angustia indescriptible. Me conmovió la historia de Marta Scavac, esposa de Conti. Ernesto, su hijo, padeció neumonía y raquitismo a consecuencia de los días en la clandestinidad, cuando la alimentación era mala y la exposición al sol inexistente. Una vez exiliados en México, el pequeño, de escasos cuatro años, tenía que usar una armazón de hierro de la cintura a los tobillos y muletas, porque las piernas se le deformaron.

Marta recuerda que cuando los militares entraron a su casa para llevarse a su marido, discutían delante de ella qué iban a hacer con el niño de apenas tres meses:

“–¡Es mío!

“–No, es mío, porque es rubio y blanco, se puede conseguir muy buena guita (dinero) y esta vez me toca a mí.”

La discusión acabó cuando el superior les gritó que tenían que abandonar la casa. Sólo llévense el televisor. Marta, ya sola con el niño salvó su vida en México hasta que terminó su larga historia de clandestinidad y exilio. Ignoro si Ernesto, el hijo de Conti, vive, de ser así debe tener ahora unos 40 años, los mismos que se cumplen del secuestro de su padre.

Durante 1976 y 1983 varios intelectuales fueron perseguidos y asesinados en Argentina. La hija del extraordinario Rodolfo Walsh, María Victoria –también periodista–, se dio un balazo en la sien, con tal de no caer viva, cuando los militares rodearon su casa. Derribaron la puerta y encontraron a su hijita de apenas un año sentada en la cama. Victoria, al igual que su padre, pertenecía a la organización guerrillera Montoneros.

El 24 de marzo de 1977, a un año del golpe de Estado, Rodolfo Walsh terminó su última obra Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, en la que denuncia secuestros, desapariciones y la caída económica de su país. Un día más tarde, con las copias de su carta en la mano rumbo al correo postal, un grupo lo acribilló en una emboscada en plena calle. Su cuerpo nunca apareció.

Al poeta Paco Urondo lo asesinó de un balazo en la cabeza un militar en la provincia de Mendoza; en el operativo lograron escapar su mujer y su hijita de dos años.

Mi querido y admirado Pedro Orgambide logró exiliarse en México y sólo pudo regresar durante el gobierno democrático de Raúl Alfonsín en 1983.

En un programa de Radio Educación en 1979, Mariclaire Acosta, académica y defensora de derechos humanos, llamó a Latinoamérica el continente de los desaparecidos.

Mariclaire Acosta habló en 1979. Sin embargo, a casi dos años de la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, Guerrero, el Estado mexicano (cuyo Presidente ahora pide perdón por una casa blanca negra de corrupción) ha hecho muy poco para esclarecer su paradero. Haroldo Conti decía que la vida de un hombre era un borrador. A él, como a nuestros 43 muchachos, le truncaron la posibilidad de corregir, de tachar y rescribir ese borrador que ahora sólo es un pañuelo con orillas de llorar, como diría Juan Rulfo.