Editorial
Ver día anteriorSábado 23 de julio de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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En Veracruz va ganando la muerte
E

xpresiones de repudio, frases indignadas, cartas de protesta, promesas de cambio y declaraciones políticas ampulosas no han sido suficientes ni siquiera para contener –ya no digamos detener– la oleada de violencia que se abate sobre el estado de Veracruz y que golpea con especial rigor a los periodistas de la entidad. El asesinato de Pedro Tamayo Rosas, reportero acribillado en plena calle pese a que teóricamente se encontraba bajo protección policial tras haber recibido una serie de amenazas contra su vida, redita una brutal práctica que ha concitado la atención y la condena no sólo en el país sino también a escala internacional, pese a lo cual se sigue manifestando con singular crudeza. Tal parece que, en tierras veracruzanas, informar o siquiera ocuparse de temas relacionados con la actividad delictiva (Tamayo daba cuenta de la violencia en Tierra Blanca para un par de diarios locales) es una manera infalible de convertirse en blanco móvil.

La lista de hombres y mujeres que trabajaban en distintos medios informativos y que fueron victimados en distintos lugares y circunstancias es amplia y no para de crecer: a lo largo del último lustro –es decir, durante toda la gestión del gobernador Javier Duarte de Ochoa– han sido asesinados 18 comunicadores, de acuerdo con la organización Reporteros sin Fronteras. El número 19, es decir Pedro Tamayo, recibió los balazos que le quitaron la vida frente a su esposa y a sus dos hijos, en lo que constituye un despiadado plus de crueldad. De inmediato se produjeron numerosas reacciones de personas, medios y organizaciones que, además de deplorar el hecho, exigieron una investigación urgente, profunda e imparcial, y el gobierno estatal dio a conocer una nota según la cual la autoridad agotará las líneas de investigación para esclarecer lo ocurrido. Es decir, todo previsible, salvo que en el estado hay un comunicador menos y una víctima más.

La demencial mecánica de violencia que tiene lugar en Veracruz, en la cual se enmarcan los crímenes cometidos contra informadores (reporteros, fotógrafos, comentaristas) que se ganaban la vida con ese trabajo, tiene visos de incontenible, en especial por el inaudito grado de impunidad que prevalece en la zona. Las pesquisas supuestamente realizadas por los cuerpos policiacos siempre resultan fragmentadas, confusas, deshilvanadas y por sobre todo estériles. Eventualmente se dice que hay sospechosos, detenidos o presuntos responsables, pero los datos al respecto son vagos, contradictorios, parciales o las tres cosas juntas; cómo se desarrollan las indagaciones, de qué forma se llevan adelante los correspondientes procesos judiciales, en qué desembocan los mismos, constituye una especie de misterio. Cuando los hechos –invariablemente graves– son lo suficientemente mediáticos, se producen algunas reacciones por parte de la administración de gobierno estatal; pero pasados unos días, la evolución de los casos se hunde en la penumbra y sólo quedan una sensación de frustración y la tétrica espera de una próxima víctima.

Lo cierto es que Veracruz está fuera de control. Podrán las autoridades levantar argumentos de todo tipo (que las policías están trabajando, que la información es presentada de manera sesgada, que no se puede simplificar una situación compleja, y un largo etcétera); pero la persistencia de los asesinatos, secuestros, levantones y otros delitos de grueso calibre a los que ningún poder público de la entidad parece capaz de ponerles freno, evidencia que la trajinada expresión de Estado fallido le va quedando a Veracruz como anillo al dedo.