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La aduana del pulque
C

omo no era posible amurallar la Ciudad de México porque estaba rodeada de agua, en el siglo XVII se comenzaron a construir garitas. Se erigieron 13 edificaciones en distintos accesos; algunas muy bellas, con el estilo barroco imperante en la época. Era un sistema defensivo y a la vez funcionaba como aduana para cobrar impuestos a las mercancías, evitar el contrabando de las que eran monopolio de la Corona y servir como resguardo militar.

Una de las más importantes era la de Peralvillo, ya que por ahí ingresaba el pulque que provenía de las haciendas de los estados de Hidalgo, México, Tlaxcala y demás productores de la ancestral bebida. Por ello, se le conoció también como la Aduana del Pulque. Durante el virreinato y el siglo XIX era consumido por todas las clases sociales; antiguas crónicas describen actos de la aristocracia en que se ofrecía en finas jarras de plata durante los convites más elegantes.

Las haciendas eran enormes latifundios que dieron origen a grandes fortunas, ya que el pulque era un gran negocio por su enorme demanda. Una crónica del escritor José Paz dice: Diariamente desde las cuatro a las nueve de la mañana, acuden a los andenes del pulque no menos de 700 hombres entre contratistas e introductores, encargados, propietarios, hacendados, jicareros, choferes, agentes de negocio y toda suerte de vendedores que les ofrecen alimentos.

Añade: Con el barrilaje alineado en una extensión de cerca de medio kilómetro, los compradores van de un lugar a otro con la copilla de prueba en la mano, catando los pulques y regateando los precios que a diario y sin motivo aparente suben o bajan, tal como las altas y bajas del mercado de valores. Un promedio de 25 a 30 mil pesos se mueven en el mercado del pulque en menos de cinco horas diariamente y nada más en la estación de Peralvillo.

A partir de los años 30 del siglo XX se impulsaron campañas de desprestigio en contra del pulque; asimismo, se promovió el consumo de la cerveza. Esa bebida europea le parecía al gobierno más representativa de la modernidad progresista de esa centuria. Esto provocó el declive comercial, social y cultural del tradicional brebaje.

Cuando se eliminaron las garitas el edificio alojó un cuartel, después se instaló una escuela y en los años 60, cuando se amplió el Paseo de la Reforma, se le mutiló una parte. Unos años más tarde se le cedió a la Secretaría de Relaciones Exteriores, que instaló ahí el Instituto Matías Romero.

Al dejarlo esta dependencia se le entregó a la Comisión del Desarrollo de los Pueblos Indígenas, que en 2012 inauguró en la hermosa construcción el Museo Indígena.

Su objetivo es la conservación, documentación y difusión del Acervo de Arte de las culturas originarias. Asimismo busca ser un medio de comunicación entre los diferentes sectores de la sociedad, para revalorar, reivindicar y dignificar a los pueblos indígenas, su cultura y su arte.

En México hay alrededor de 68 pueblos o culturas indígenas de los cuales se desprenden 364 variantes lingüísticas. Esto convierte a México en uno de los países con mayor diversidad cultural en el mundo.

El museo muestra diversos objetos: textiles, barro, papel, madera, lacas, todo un mundo de belleza que expresa creencias, tradiciones, cosmovisión. Son piezas que causan profunda emoción, que guardan el alma de sus creadores.

No hay que perderse la visita; abre de lunes a domingo de 10 a 18 horas, la entrada es gratuita. Cuenta con una biblioteca especializada en temas indígenas, material audiovisual, como documentales y discos de música, los cuales son proporcionados para préstamo a domicilio al público. También imparten cursos y talleres, entre otros, de náhuatl.

A un par de cuadras, en Peralvillo 30, se encuentra el Correo Español, que desde 1943, cuando lo adquirió don Eleuterio Hevia, ofrece uno de los mejores cabritos de la ciudad. De hecho aquí se creó la afamada receta que tanto nos gusta, doradito, con su guacamole al lado, tortillas de harina y una buena salsa.