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El agua que mece el silencio, de la mexicana Rose Mary Salum, publicado por Vaso Roto

Dieciséis relatos sitúan el horror de la guerra en la mirada de un niño

Las historias están ambientadas en la guerra entre Líbano e Israel, en 2006

En la obra, los personajes salen al mundo con la libertad con la que aparentemente crecieron, pero se enfrentan con una realidad violenta, llena de tabúes, reflexiona la autora en entrevista

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Para la escritora, la palabra tiene el poder de generar un cambio, movimientoFoto Cristina Rodríguez
 
Periódico La Jornada
Domingo 17 de julio de 2016, p. 2

El estallido de una bomba. El inicio de una guerra. Niños que están entrando a la adolescencia y que de pronto, además de ese conflicto, tienen que vivir o morir en otro creado por adultos. Así se van entretejiendo los 16 relatos que integran El agua que mece el silencio, de la escritora mexicana Rose Mary Salum, ambientados en la guerra entre Líbano e Israel de 2006.

Salum, cuyos abuelos salieron de Líbano después de la Primera Guerra Mundial y se establecieron en México, explica que en un principio la idea era hacer un compilado de cuentos, pero cuando el libro ya estaba casi terminado me di cuenta de que estaban bastante conectados. Los personajes que aparecen son los mismos a lo largo del volumen. Los relatos se conectan de tal forma que se volvió como una novela corta, así que se puede leer como ambas cosas: un libro de cuentos o una novela breve.

El libro, publicado por Vaso Roto Ediciones, habla de dos momentos particularmente violentos: por una parte la guerra, pero por otro ese paso de la niñez a la adolescencia: La mayoría de los personajes que aparecen ahí son adolescentes o preadolescentes, son niños que están saliendo de manera muy inocente al mundo sin ninguna contaminación respecto de la narrativa de poder de los medios de comunicación o de las estructuras sociales. Salen al mundo con esa libertad con la que aparentemente crecieron, pero se enfrentan con un mundo sumamente violento, conflictivo, lleno de prejuicios, con muchísimos tabúes instalados en la cultura, y eso provoca un choque entre esa visión del niño mucho más pura, por decirlo de alguna forma, y ese mundo que ya está muy conflictuado y determinado con esa narrativa íntimamente relacionada con el poder.

Humanizar las cifras

Aun cuando está ambientado en un país lejano, El agua que mece el silencio hace pensar en estos niños casi adolescentes que mueren en algún conflicto, por una bomba o una pistola, y que sólo se cuentan como números. Cifras que pocas veces separan a los niños de los adultos. Dice la escritora y editora de Literal Publishing y Literal, Latinamerican Voices: “Uno de los cuentos que era parte del libro y al final lo saqué, porque no embonaba perfectamente, era un noticiero donde estaba una persona dando las noticias, mencionando las pérdidas de la guerra, pero en lugar de decir hubo tantas pérdidas, o tantos muertos, decía: ‘murió fulanito de tal, le gustaba mucho comer helados y chocolate’. Era una vuelta a la humanización de lo que significa la guerra y lo que son las pérdidas y lo que es perder un niño, porque además, en esta guerra de 2006, 30 o 40 por ciento de los muertos fueron niños. La intención de ese cuento era humanizar o poner en evidencia la deshumanización de las pérdidas. Te lo ponen en la televisión como si hubieras perdido un lápiz”.

–¿Es lo que buscaba con el libro en general? ¿Humanizar estos conflictos?

–Más que humanizarlos, explorarlos, saber la reacción de los personajes, cómo te enfrentas a ese mundo tan violento. Es esa exploración de qué está pasando cuando enfrentas un conflicto de esa forma, no solamente es el conflicto de forma global, la guerra, que es todo el trasfondo del libro, sino el conflicto entre religiones, entre géneros, entre familias, entre niños y adultos, entre los matrimonios.

“Quería traer a la conciencia varias cosas, entre ellas el horror de la guerra y el absurdo, pero también el absurdo de las imposiciones sociales, de los prejuicios, de lo que como seres humanos nos imponemos, porque en varios cuentos, por ejemplo, son los padres quienes prohíben a sus hijos juntarse con otros niños porque son distintos; uno de los niños se queja porque su madre utiliza el velo... es como poner en evidencia todo el absurdo de las imposiciones sociales que nosotros mismos hemos creado. ¿Por qué me siento mejor que el de al lado? ¿Por qué no hablar con alguien que no es de tu religión? ¿Por qué, si un niño coquetea con una niña, el padre lo quiere matar? ¿Quién dijo que eso era malo?

“Es como poner en evidencia toda esta falta de libertad por estos prejuicios e imposiciones, códigos, costumbres, atavismos sociales que todos cargamos, lo que se carga allá y aquí, en cualquier lado del mundo; con cuántas imposiciones cargamos y por qué las seguimos perpetuando, por qué no nos sentamos y analizamos. Esa es un poco la mirada del niño, que nosotros repetimos de adultos, pero los niños se detienen en la cuestión y reflexionan: ‘Mi mamá me dijo que no, pero por qué no’, con una mirada más inocente.”

–Al mismo tiempo más fuerte, esta mirada al ser tan inocente resulta un poco violenta para el lector adulto. Son distintas formas de reflexionar en torno a la violencia, en torno al ser.

–Sí, es una reflexión también de la violencia y con el conflicto, porque todos estos niños, por un lado, tienen el impulso muy vital, y por otro es el enfrentamiento de ellos mismos con el conflicto externo.

Como escritora y editora creo que la palabra sí puede crear el cambio. Mi primera reacción es pensar que no va a cambiar nada, pero sí, la palabra tiene el poder de cambio, o por lo menos tiene de llegar, de conmover al otro; si esa persona quiere cambiar, es diferente, o que esa otra persona tenga los elementos tan sofisticados como para reaccionar de una forma a eso que dijiste, puede ser, pero la palabra ya creó ese movimiento.