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Ecocidio delincuencial en el pulmón del noroeste
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rivilegios como ese no se tienen todos los días. Los agentes de pastoral de la diócesis de la Tarahumara me invitaron a participar en la reunión sobre su Plan de Pastoral Diocesana. Me llamó la atención la dinámica que tiene este nutrido grupo de laicos, religiosas, religiosos y sacerdotes. A principios de este año diseñaron en conjunto dicho plan y ahora, pese a que la sede episcopal está vacante, sin necesidad de que el obispo los convocara organizaron este encuentro para ver, juzgar, sentir con el pueblo de la Tarahumara y llegar a compromisos colectivos de acciones.

Aquí se vive una pastoral encarnada. Monjitas que viven y trabajan en las comunidades más remotas, en condiciones de vida muy precarias. Mujeres y hombres mestizos o rarámuris que buscan hacer presente y actuante su fe en estos devastados rumbos. Curas que recorren estas montañas y barrancas acompañando los procesos de la gente de por acá, a veces en luchas muy visibles, a veces en tareas tan necesarias y cotidianas como trasladar un enfermo, ayudar a buscar a un familiar desaparecido o proveer un apoyo nutricional de emergencia.

Durante las discusiones y las mesas de trabajo se mostró por unos y otras el dato que más define la realidad de la Sierra Tarahumara en estos momentos: la presencia devastadora de la delincuencia organizada, de los cárteles de la droga, a lo largo y ancho del suroeste de Chihuahua. El cártel de Sinaloa puede decirse que controla la vertiente del Pacífico: los barrancos y los ríos que van a dar a Sonora y Sinaloa; mientras que La Línea o cártel de Juárez controla la vertiente del Golfo; la extensa cuenca del río Conchos, que va a dar al río Bravo. Aquel predomina en las partes bajas, éste en las altas. En las vastas zonas de colisión entre ambos abundan los enfrentamientos, las guerras, les dice la gente de por acá, con saldos incalculados de muertos y heridos.

Cuando en un plenario pregunté en qué comunidades se presentaba el fenómeno de las desapariciones forzadas o involuntarias, se alzaron manos por doquier. Lo mismo cuando inquirí sobre el desplazamiento de personas o familias expulsadas de sus lugares de origen por los criminales y sus sicarios. Otra realidad dolorosa es que cientos de jóvenes, indígenas y mestizos son reclutados por los cárteles como mano de obra para sus cultivos, en el menos peor de los casos, si no es que son víctimas de levas para emplearlos como trabajo esclavo.

Pero si los impactos sociales y humanos son terribles, lo que ahora tiene en vilo a los agentes de pastoral de esta diócesis es la espantosa devastación del bosque propiciada por el crimen organizado en todas partes. El bosque de la Tarahumara es extremadamente frágil, por ser seco, con un suelo orgánico muy delgado. Sin embargo, constituye el pulmón natural de las grandes llanuras y desiertos del noroeste de México. Es, además, la fuente de los ríos que dan vida a las zonas agrícolas más ricas del país: los valles del Yaqui, Mayo y Fuerte, por un lado, y los distritos de riego de los ríos Conchos y Bravo, por otro.

Todos estos emporios agrícolas están amenazados por la acción devastadora de bosques, suelos y corrientes de agua que lleva a cabo la delincuencia organizada en la Sierra Tarahumara. Derriban miles de árboles para abrir nuevas superficies al cultivo de la amapola. Trafican con cientos de miles de metros cúbicos de madera, sin guías ni controles del gobierno. En regiones más aisladas, donde el bosque es todavía más denso, con árboles de diámetro más ancho, simplemente derriban los pinos y los dejan tirados, arrumbados. Tapan veredas, obstruyen arroyos, ciegan manantiales. Los troncos se quedan ahí, se pudren, propician la proliferación de plagas, se queman y los incendios se extienden por cientos de hectáreas, como acaba de suceder en las inmediaciones del poblado de San Juanito.

Las preguntas que brotan de inmediato son: ¿y las autoridades forestales dónde están? ¿Qué hacen los diversos niveles de gobierno para detener el horroroso ecocidio? ¿Qué acciones de carácter penal han emprendido? Cuando se intenta responder a estas interrogantes podría pensarse que en la Tarahumara hay un Estado ausente o un Estado fallido.

Pero no. Las autoridades están bien presentes: las policías municipales en muchos lados sirven o, simplemente, son los sicarios. La policía estatal llega cuando pasó lo álgido de un enfrentamiento o pide mordida a quienes trasladan la trocería. Y, lo más terrible, el Ejército se hace de la vista gorda. En sus barbas los narcotraficantes devastan la sierra y expanden geométricamente los cultivos de amapola, previendo tal vez la baja del precio de la mariguana por su inminente legalización. Los capos locales se preparan para cuando van a inspeccionar una zona. Le cobran a los plantadores forzados o a los trabajadores una cuota para sobornar a los militares y recibirlos con barbacoas y carnitas. Parafraseando a Fox, los destacamentos militares en la Sierra de Chihuahua, cobran, comen y se van.

Por eso, lo que existe por acá no es un Estado fallido, es un Estado delincuencial. Un dato reciente lo corrobora: en Guachochi acaban de ser asesinados cinco jóvenes. La presencia del Ejército en ese lugar no ha podido impedir el baño de sangre. Pero las carísimas instalaciones que el gobierno del estado construyó para alojar la guarnición militar no han querido ser ocupadas por la Sedena, porque no reúnen las características de habitabilidad y seguridad para las tropas.

No es, pues, que el Estado sea fallido, es que resulta muy funcional para la delincuencia. Es un Estado delincuencial, cómplice del ecocidio.