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No Sólo de Pan...

De la palabra...

N

o sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra de Dios…, reportan los Evangelios cristianos como la frase con la que Jesús rechaza la tentación de convertir las piedras del desierto en panes, tras 40 días de ayuno. Pero, más acá del simbolismo que representa este acto de rechazo a la riqueza, la palabra de Dios se expresa en todas las religiones de la historia y existentes hoy día en nuestro planeta, por medio de palabras creadas por los hombres.

Sonidos y significados en una interrelación coherente, inventados por seres que transitaban en el proceso evolutivo y que se crearon a sí mismos como humanos a través de sus relaciones sociales, entre las cuales la más importante fue el lenguaje. Un instrumento de comunicación indispensable, en primer lugar, para describir el entorno natural y dentro de éste señalar los alimentos para su supervivencia, las formas organizadas de adquirirlos y de prepararlos para hacerlos atractivos a los sentidos y digestos por el cuerpo, con criterios de suficiencia para ser distribuidos entre los miembros del grupo, según las necesidades respectivas de niños, mujeres, ancianos, incapacitados y hombres enteros. Palabras también para agradecer a las misteriosas fuerzas de la naturaleza su infinita generosidad. De otro modo, la humanidad no hubiera podido reproducirse ni adquirir una creciente comprensión de su entorno, del natural por supuesto, pero también del entorno social fuera del cual los humanos no somos viables.

Don Miguel León-Portilla, historiador, antropólogo, investigador del náhuatl, entre otras lenguas originarias de nuestro país, y colaborador de este diario, publicó en diciembre de 2010 un poema-homenaje para otro miembro entrañable de la familia jornalera: nuestro Carlos Montemayor, escritor, poeta, defensor de los pueblos originarios y otros muchos méritos que los lectores no desconocen.

El poema de León-Portilla se intitula Cuando muere una lengua, del que sólo podemos reproducir aquí (por razones de espacio) una de las cinco estrofas: Cuando muere una lengua, entonces se cierra, a todos los pueblos del mundo, una ventana, una puerta, un asomarse, de modo distinto, a cuanto es ser y vida en la Tierra. Y su colofón: … voces para siempre acalladas: la humanidad se empobrece.

Siguiendo la misma línea de pensamiento y preocupación, he escrito e insisto en que al desaparecer la palabra con que un pueblo, dominado y aculturado por la fuerza, designaba una planta, un miembro de la familia animal, un mineral o un objeto, se invisibilizan estos mismos con sus cualidades, lo que es una forma de hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra, para siempre o hasta que otros pueblos redescubran su respectiva existencia y propiedades. Pero, si hicieron falta milenios para que la humanidad conociera las partes del entorno en que le tocó evolucionar y aprender los detalles de sus cualidades sensibles y ocultas, para inventar su utilidad o entender su función en el equilibrio de natura, ¿por qué debemos destruir dichos saberes en nombre de la supuesta sabiduría occidental?

Volviendo a León-Portilla, dice: El náhuatl es el inventario de lo que era la cultura náhuatl. Ahí no hay palabras para decir computadora ni radio, cosas que no había. En cambio, hay una variedad de voces para expresar plantas y realidades que no existen hoy día en el contexto cultural nuestro. ¿Cuesta tanto comprender que cada lenguaje expresa realidades diferentes y no de nivel? Y, como dice el mismo autor parafraseando a Giambattista Vico: lo que un ser humano ha entendido otro ser humano puede entender, aunque sea lo más complicado (…) lo que otro ser humano ha pensado (…) está a nuestro alcance.

Si la incomunicación fuera una actitud de mala fe, una predisposición a no entender, ¿es culpa nuestra que no comprendamos nuestro propio lenguaje en la lectura de la normatividad de la administración pública? ¿Es nuestro el problema no poder descifrar la señalización vial de la Ciudad de México? ¿O ambos ejercicios fueron realizados por extraños a nuestro idioma? En cualquier caso es paradójico que todos suframos de la incomunicación social en la era de la globalización de las comunicaciones, creyendo que el problema es sólo de los pueblos poseedores de lenguas originarias. Si nuestra discriminación provoca que las nuevas generaciones de origen indígena se nieguen a hablar las lenguas de sus mayores, no por ello aprenden a expresarse en español. Como tampoco nuestros hijos, pues esta lengua no se enseña correctamente en las escuelas, privadas o públicas, ni en los medios masivos y menos en el intercambio coloquial. Es doloroso, pero si no sólo de pan vive el hombre, México ha renunciado a la Palabra al renunciar al patrimonio de sus lenguas, incluido el español.