Opinión
Ver día anteriorViernes 25 de marzo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Cristo crucificado
“¿E

n qué piensas tú, muerto, Cristo mío?
Porque ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu
frente.”

Así le cantaba a Cristo don Miguel de Unamuno, en el poema más logrado. O aquél otro dedicado a sus ojos ya apagados.

“Esperando a tu padre se velaron
tus dos luceros de mirar, tus ojos
como palomas cándidas, no surge
ya de su hondón aquel aquietamiento
domeñador de torpes apetitos.”

Rematados con aquella oración final, tan unamunesca, tan impregnada del sentimiento trágico de la vida, que al contacto con el Cristo de Velázquez aparece:

“Tú que callas ¡Oh, Cristo! para oírnos
oye de nuestro pecho ¡dos sollozos!
Acoge nuestras quejas, los gemidos
de este valle de lágrimas, llamamos
a ti, Cristo, desde el alma
de nuestro abismo la
miseria humana.”

En estos versos recogidos en la obra de don Manuel Álvarez F., La sociedad española en el Siglo de Oro.

El mismo historiador consigna que el dolor de los miembros desgarrados por el peso del cuerpo, es una de las notas que destacan todos los pintores que han tocado este tema.

Velázquez lo ha representado a su modo. Diríase que quiere demasiado a su Cristo, al Cristo que él pintó para hacerlo sufrir. Así, lejos de poner los pies superpuestos y clavados a la cruz por un solo clavo, los pone descansando por separado sobre un travesaño.

A pesar de las heridas del cuerpo no fue tratado por ningún artificio que excite más la compasión, pese a las llagas abiertas y los hilos de sangre que de ellas salen. Lo que sobrecoge es la soledad. Cristo solo ante su muerte, metido en su muerte.

Ese Velázquez que en su inmortal cuadro Las meninas se adelantó a Sigmund Freud, en la concepción del tiempo y el espacio; la temporalización del espacio y la especialización del tiempo.

El ser humano metido en su muerte, aunque lo neguemos en estas vacaciones santas.