Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

El paraíso de Adán

M

isión cumplida: les dije que llegaríamos en menos de una hora y ¡aquí estamos! Son las nueve de la mañana, el chofer nos mostró su reloj. Satisfecho, abordó su taxi y se fue. Mayra y yo nos sentimos felices de que a esas horas aún no hubieran llegado los grupos de turistas, ni las parejas pálidas, ni las familias ansiosas por disfrutar de un día en la playa, sacarse fotos, correr sobre la arena salpicada por infinidad de conchas diminutas, brillantes como si fueran de plata.

Bajo el sol tibio, el mar deslumbraba y al fundirse con el horizonte adquiría un tono azul-verdoso. El oleaje era suave: apenas un murmullo. La brisa esparcía el olor a marisco y arrastraba voces masculinas, lejanas. Muy cerca unas de otras, las barcas atracadas se mecían en espera de partir hacia aguas profundas. Parvadas de pelícanos y gaviotas con las alas abiertas ejercían la costumbre de adueñarse de todo el horizonte mientras los perros olisqueaban la arena en busca de alimento.

II

Después de tomar las primeras fotos, sin que nadie nos lo impidiera, Mayra y yo ocupamos una palapa equipada con una mesa y dos sillas de plástico blanco. Del restaurante a nuestras espaldas salió la música de un radio: primera señal de que alguien más estaba allí.

Hacia las diez de la mañana hicieron su aparición los comerciantes. Sobre mostradores improvisados empezaron a exponer sus artesanías: erizos rígidos, pelícanos de madera teñidos de un rosa fosforescente, collares, ceniceros de concha y colibríes obesos hechos con cáscara de coco.

Un hombre en bermudas preguntó a los artesanos si habían visto al Diablo. Mayra y yo nos reímos. El desconocido, al pasar frente a nosotras, nos dio la explicación que juzgó necesaria: Así le decimos a un compañero.

–En este paraíso no podía faltar un diablo –comentó Mayra incorporándose en la silla.

–Y sobran las tentaciones: huele rico. Eso me recuerda que no hemos desayunado. ¿Qué se te antoja?

–Aquí toda la comida es deliciosa, pero me gustaría ver la carta. –Mayra giró hacia el restorán: un galerón penumbroso decorado con estrellas de mar y redes. Llamó a un mesero. No apareció ninguno. –¿Nos habrán oído?

–¡Cálmate! –le aconsejé. –Recuerda que en estos lugares el tiempo corre despacio. No te extrañe que pasen quince o veinte minutos antes de que nos atiendan.

Me desmintió la aparición de un muchacho alto, de cabello muy oscuro, facciones definidas y hermosas. Nos saludó y se puso a limpiar la mesa con un trapo húmedo.

–Queremos desayunar. ¿Qué nos recomienda? –esperé la respuesta del joven y retrocedí en mi silla para cederle espacio.

En vez de contestarme, el mesero preguntó si era la primera ocasión que visitábamos esa playa.

–Sí. Lástima que hasta hoy nos hayan hablado de este lugar. Mañana nos vamos –lamentó Mayra.

–Pero pensamos volver en las próximas vacaciones –aseguré. –¿Siempre es así de tranquilo?

El muchacho levantó los hombros y volvió a interrogarme: –¿De dónde vienen?

–De la Ciudad de México –le contesté.

–Eso está lejísimos. ¿Cuánto se hace de allá hasta acá?

–Por carretera, mucho tiempo; en avión poco más de una hora, si hay buen tiempo –dijo Mayra con tono de viajera frecuente.

–¿Y da miedo volar? ¿Qué se siente?

Mayra tomó la palabra: –Yo, nada. Aprovecho el viaje para dormir. Mi hermana sí se pone muy nerviosa.

–No le crea, joven, no siempre: nada más cuando atravesamos por zonas de turbulencia y todo se sacude. –El mesero esbozó una sonrisa burlona que me hizo enrojecer: –Dicen que los aviones son más seguros que los coches. No lo dudo, pero no es lo mismo un accidente en carretera que otro a cientos de kilómetros de altura.

–¿Cientos de kilómetros? –repitió el mesero incrédulo y señaló un avión que iba dejando una línea blanca en el cielo: –Nunca me he subido en una de esas cosas, pero me gustaría hacerlo y viajar un ratito.

–¿A dónde? –le preguntó Mayra.

–A México.

–Esto es México –le aclaré.

–No, perdóneme: esto es el paraíso. Aquí todo es hermoso: las tormentas, el atardecer, la noche; pero lo más bonito, al menos para mí, es cuando amanece: la hora en que el mundo comienza y bajo el Sol todo se ve limpio, nuevo, como recién salido de la mano de Dios.

La elocuencia del mesero nos tenía atónitas. Un niño pasó corriendo y gritó:

Diablo: Perches te anda buscando.

–Dile que al rato paso a verlo y le llevo el aceite –El niño se alejó y el mesero se dirigió a nosotras: –Aquí todos me llaman Diablo porque de chamaco era tremendo, pero mi nombre es Adán. Querían desayunar, ¿no? De momento sólo puedo ofrecerles unos camarones empanizados. Ya se los traigo.

Mayra y yo permanecimos en silencio, mirando al primer grupo de turistas conducidos por un guía que se concretaba a sonreír y a repetirles en voz muy alta: All this is sand. Sand and sea. Beautiful, ¿no?

Al fin reapareció Adán. Llevaba un plato en cada mano y los dejó sobre la mesa:

–No es porque los haga mi mamá, pero la verdad es que los camarones le salen bien ricos. Provecho.

En efecto, el platillo resultó delicioso. Hacia el mediodía regresó el taxista por nosotras. Rumbo al hotel Mayra y yo reiteramos nuestro propósito de volver pronto a esa playa. Ojalá que cuando lo hagamos siga intocado y remoto el paraíso de Adán.