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Guerrero: violencia y medidas insuficientes
A

l confirmar ayer el secuestro del empresario Gustavo Borja en Chilpancingo, el presidente local de la Confederación Patronal de la República Mexicana, Adrián Alarcón, denunció la oleada de plagios que se registran en la capital guerrerense, donde tan sólo en enero fueron levantados cinco empresarios.

Las declaraciones del dirigente patronal ocurren con el telón de fondo del hallazgo de siete cadáveres en las calles de Chilpancingo y del secuestro reciente de nueve jóvenes en esa localidad y en el municipio guerrerense de Tixtla. Asimismo, no puede soslayarse que estas expresiones de barbarie ocurren a unas horas del arribo de 4 mil elementos federales a Guerrero, con el fin de contener a los grupos delictivos.

Lo cierto es que, a contrapelo de ese propósito, los hechos de violencia referidos dan cuenta de que Guerrero vive un clima de ingobernabilidad y ausencia de estado de derecho, que adquirió proyección nacional a raíz de los hechos del 26 de septiembre del año pasado en Iguala –cuando se produjo el asesinato y desaparición de normalistas de Ayotzinapa–, pero cuyas raíces se remontan muchos años atrás y tienen determinantes de índole económica, social e institucional ineludibles, tanto en esa entidad como a escala nacional: la pobreza, el atraso educativo, el desempleo, la exclusión de grupos vulnerables –particularmente los jóvenes– y la corrupción, entre otros.

En un clima particularmente propicio para el surgimiento y proliferación de expresiones delictivas, resulta explicable que éstas respondan al arribo de elementos militares con una violencia multiplicada.

El caso de Guerrero es aleccionador en torno a la poca eficiencia de las políticas de seguridad basadas exclusivamente en un enfoque policial o militar. Cuando los factores originarios de la delincuencia están tan enquistados en las sociedades y los entramados institucionales, no hay policía y Ejército que alcance para erradicarlos, precisamente porque estas corporaciones están dedicadas a combatir sólo sus expresiones epidérmicas.

Ayer, ante senadores de su partido, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, apremió a avalar la reforma constitucional presentada por la Presidencia en materia de seguridad y justicia, que entre otras cosas establecería un mando y policía estatal únicos en las entidades federativas. A decir del funcionario, en lugar de tener mil 800 corporaciones policiacas municipales no capacitadas, es mejor pasar a 32 que se puedan supervisar. Dicho razonamiento palidece, sin embargo, en el contexto de una legalidad tan descompuesta como la de nuestro país: la experiencia indica que la infiltración de la delincuencia organizada en las corporaciones de seguridad pública no se limita a las municipales, sino que afecta de igual manera a las estatales y a las federales.

La constitución de un mando policial único por cada entidad no garantiza que el tejido de complicidades entre las instituciones y la criminalidad no se eleve al nivel de los ejecutivos locales.

Es urgente, en cambio, que los responsables de la conducción política del país, y la clase política en general, adopten el cese de la violencia como una prioridad e inserten, como elemento central en el debate público, la discusión y las acciones destinadas a atender ese fenómeno en toda su complejidad. Ello incluye, necesariamente, derribar la visión meramente cosmética y orientada a atacar los síntomas de un padecimiento social y nacional mucho más hondo de lo que se reconoce.