Opinión
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Madame Claude: un vicio bonito
U

na de las dos grandes damas de la galantería francesa debe haber subido al Cielo el pasado 19 de diciembre: ¿no lo merece quien hizo subir al Paraíso a miles de hombres durante su larga carrera?

Convertir a la prostitución en un vicio bonito fue la meta alcanzada por Fernande Grudet, conocida como Madame Claude en el mundo de la política, las finanzas y el arte.

Si Claude hizo soñar en carne y hueso (sic) a los hombres, su leyenda hizo también soñar en la imaginación a muchas mujeres en el oficio más viejo del mundo sin sus lacras: un mundo de cortesía, lujo, voluptuosidad. En los años 90, la esposa de un ministro de Mitterrand le dijo en público lo mucho que aprendió y disfrutó durante su estancia con ella… en sueños, agregó la todavía muy bella mujer con una sonrisa cómplice.

Madame Claude rechazó siempre los términos de proxeneta, madrota o alcahueta: ella era una amiga que ponía en contacto a hombres y mujeres que simplificaban, a través de ella, los encuentros… remunerados entre 10 y 15 mil francos la noche (más de mil euros), de los cuales ella percibía 30 por ciento en agradecimiento a sus servicios telefónicos. Amigos como Pompidou, Kennedy, el sha de Irán, Hussein de Jordania, sin contar industriales y financieros, ministros franceses, notables de provincia. Pupilas a quienes formaba, escogidas por sus atractivos físicos, mejorados por la cirugía plástica a cuyas virtudes recurrió ella misma, como por sus capacidades intelectuales. Las chicas debían atraer tanto por su sensualidad como por su ingenio. Saber hacer la conversación era la regla como en los salones mundano-literarios del Siglo de las Luces.

Fernande Grudet nació en 1923 en Angers. Su padre, patrón de un café, murió de un cáncer de la laringe. Más tarde, ella contará que proviene de una familia burguesa, que su padre falleció luchando en la Resistencia y que ella pasó por el campo de Ravenbrüsck. Deja Angers por París, donde se prostituye antes de fundar su burdel de lujo en 1950, siguiendo el ejemplo de Madame Billy, quien desde 1942, en plena ocupación alemana, dirigía la Maison close más cotizada y elegante de París: chicas y clientes selectos, una red de calidad. Claude, antes de la moda de la com, tejerá su leyenda ella misma. Sin dar nombres, simples guiños de ojo, insinuaciones matizadas, cuenta anécdotas de tal rey, presidente o cardenal. La gente cree interpretar como quiere y lo hace como ella sugiere. Sus buenas relaciones y los secretos de alcoba la protegen: se la dice en relación con la brigada mundana y con los servicios de espionaje. Sus chicas la adoran, les paga ropa de marca, las cultiva y procura casarlas bien o ayudarlas en sus carreras de mujeres de negocios, actrices, cantantes.

Este apogeo se acaba con la subida al poder de Giscard d’Estaing, cuyo gobierno decide, paradoja cómica de gente sin humor, cerrar las Maisons closes –casas cerradas–. Las malas lenguas dicen que, a la actitud de tartufos cuidadosos de una buena reputación, se añadió la tacañería de D’Estaing, quien prefería pedir prestado como lo hizo con su nombre para hacerse pasar por noble, como lo subrayó no sin ironía De Gaulle al dar a un empréstito el nombre de Estaing.

Madame Claude nos recibió, a José Luis Cuevas y a mí, haciendo gala de un ingenio digno de los salones del siglo XVIII frecuentados por Voltaire o Du Deffand. Mi regocijo fue amainado por una situación chusca: entró un chofer de la embajada seguido por dos secretarios de Estado. Me pareció natural invitarlos a entrar como si fuese la anfitriona. Ellos, en cambio, ruborizados sin motivo aparente, huyeron tras el chofer. Mi reputación está hecha, comentó José Luis muerto de risa. O la de ellos, contesté.

Encarcelada por delitos fiscales, a la Al Capone, defendida por Françoise Sagan y su hermano, quien la ayudó a escribir sus memorias, Claude dijo, con un aire ingenuo: Dos cosas funcionan en la vida: la comida y el sexo. Yo no tuve dotes para la cocina.