Opinión
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Supremacía mata soberanía
L

a soberanía tiene más de siglo y medio de haber sido concebida en los términos de la redacción del artículo 39 de la Constitución vigente. Con un cambio mínimo, esa redacción se la dieron los reformadores de 1857. Pero ya el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana de 1814 establece, por primera vez, a partir de los Sentimientos de la Nación de Morelos, el gran deslinde entre la soberanía en manos de un individuo –el monarca– y la soberanía colectiva –el pueblo–. El concepto de quién es el sujeto que esencialmente manda en la sociedad nacional cumplió dos siglos y un año en octubre de 2015.

En todo este tiempo, la soberanía colectiva ha estado sujeta, salvo en contadas y breves ocasiones, a un poder supremo que, irónicamente, debiera acatar las exigencias soberanas del pueblo y, de manera no excluyente pero sí específica, las de la ciudadanía, el sector social capaz de poner en acto la soberanía. El mecanismo ilusorio mediante el cual los mandatarios cumplen con el mandato popular son las elecciones. El hecho es que una vez llegados al poder, los mandatarios se convierten en mandarines. No toman en cuenta, para cada una de sus decisiones, aquello que prometieron en campaña o lo que la ciudadanía les demanda. Y sustituyen su carácter de representantes, vía arrogación, por el de mandones supremos.

Empoderar –horrible palabra trasplantada del inglés empowering– se ha vuelto un lugar común en boca de ciertos políticos, académicos y locutores. A los soberanos se promete darles el poder que no tienen y que únicamente se halla en manos de aquellos a quienes ellos mismos han otorgado un mandato, moral y legalmente condicionado y circunscrito a determinados límites. En el artículo 41 se dice: “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión…” Y según las estipulaciones del pacto federal. Entre estas estipulaciones se establece que los ciudadanos, convertidos en servidores públicos, únicamente pueden hacer lo que la ley les ordena y permite.

Sin embargo, en la práctica ese artículo pareciera decir que “El pueblo sólo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión…” Y no es así. Los responsables de los poderes públicos son sólo representantes, que no sustituyen la soberanía del pueblo. Este fue el origen de la democracia representativa, que al cabo resultó incapaz de efectuar una gestión pública en beneficio del pueblo, como lo dicta el artículo 39. De aquí la gestación de la democracia participativa. Ambas expresiones de la democracia en México no logran, con todo, hacer que el pueblo resulte beneficiado, en virtud de notorias prácticas antidemocráticas.

Después de más de una década de pugnaz resistencia ofrecida por el bipartidismo reinante en Nuevo León, los ciudadanos supieron de la aprobación de una Ley de Participación Ciudadana (LPC). En lo esencial, esta ley no hace sino revocar la influencia real de la ciudadanía en los actos de gobierno.

El nuevo ordenamiento introduce la figura de revocación de mandato: existe en Chihuahua, Oaxaca y acaso algún otro estado. En Nuevo León nació muerta. Rara vez se ha echado mano de tal figura en los diversos países del orbe; sin embargo, en el nuestro, por el mal régimen que padecemos resulta indispensable –el propio candidato independiente al gobierno de Nuevo León y ahora gobernador en funciones prometió que sometería a consulta su mandato a mitad del periodo constitucional–. En la reciente ley se establece que sea solicitada, para darle curso, por 10 por ciento de la lista nominal del estado o del municipio. Queda supeditada, además de otros filtros, a una declaratoria de validez. Solicitarla será tanto como pedir su autopsia.

En la nueva ley se adultera la figura de presupuesto participativo. No se trata de que los ciudadanos participen del presupuesto administrando ellos un porcentaje del mismo (una limosna, además: 5 por ciento). Esta concepción sólo dará lugar a clientelismo y corrupción. Muy distinto es el derecho de la ciudadanía a determinar las prioridades del gasto público, así como a supervisarlas, vigilar su cabal y transparente ejercicio, así como a exigir la rendición de cuentas del mismo en la doble dimensión financiera y de función pública, y en el caso hacer la denuncia cuando así no se proceda. Este derecho no figura en la LPC. Y a los ciudadanos se les torna en una suburocracia, sin que tengan las responsabilidades de los servidores públicos.

Las organizaciones ciudadanas fueron convocadas para discutir el tema. Pero sus planteamientos no fueron escuchados. Los consejos consultivos ciudadanos, que en el pasado sólo sirvieron para solapar cualquier medida tomada por el titular del Ejecutivo estatal, fueron incluidos en esa ley. Sus responsables serán convocados y designados por este funcionario o los presidentes municipales, según el reglamento que uno y otros expidan. Tales ciudadanos serán de dedazo.

El Congreso desfondó su autonomía –ya lo había hecho antes al aprobar las cuentas sucias del ex gobernador Medina– para poner el irrestricto carácter autónomo de la ciudadanía en manos del gobernador y de los presidentes municipales.

La LPC contiene otras no pocas taras. Pero todas obedecen a la supremacía que se autoatribuyen nuestros representantes para mantenerse por encima de los sujetos que constituyen la soberanía.

Quizá por ello, la aprobación fue de unidad. Sin excepción, todos los partidos la cometieron.