Opinión
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Presos políticos
L

a Nochebuena de 2012 fue recibida a las puertas de los reclusorios Norte y Santa Martha Acatitla por centenas de familiares, compañeros y amigos de los detenidos durante los disturbios del 1º de diciembre de aquel año y que no habían sido liberados. El día de la toma de posesión de Peña Nieto las policías federal y capitalina se llevaron de las calles a un centenar de personas, de las que 70 fueron consignadas. 56 fueron liberadas nueve días después y 14 –13 hombres y una mujer– permanecieron encerradas hasta el 27 de diciembre. Varias de ellas sufrieron golpizas y otras formas de tortura y se ensayó en contra de ellas la fabricación de pruebas. Ni los culpables materiales ni los responsables políticos de los atropellos –el propio Peña, Marcelo Ebrard, Miguel Ángel Mancera, Miguel Ángel Osorio Chong, Manuel Mondragón y Kalb, Jesús Rodríguez Almeida y Rodolfo Ríos Garza, entre otros– fueron sometidos a proceso y ni siquiera investigados, pero el movimiento de resistencia a la imposición del mexiquense en la jefatura de Estado tuvo que concentrarse en sacar de las cárceles a quienes habían sido injustamente recluidos.

Uno de los signos inaugurales del peñato, además de los fraudes electorales, pecuniarios y mediáticos, ha sido el encarcelamiento de activistas y luchadores sociales en una forma mucho más frecuente y escandalosa que como lo practicaron los gobernantes precedentes. Los cuerpos de seguridad de los tres niveles de gobierno tienen la consigna de cosechar después de las movilizaciones a manifestantes e incluso a transeúntes ajenos al asunto y consignarlos penalmente con pruebas inventadas. Para desarticular a las policías comunitarias de Michoacán y Guerrero se emplea el procedimiento de fabricar delitos en contra de sus líderes y participantes. En Michoacán fueron reducidos a prisión los líderes de grupos de autodefensa que no quisieron acatar el reordenamiento de la delincuencia regional impuesto por el ex comisionado Alfredo Castillo. La gubernatura impresentable de Rafael Moreno Valle ha llenado las cárceles del estado con opositores a sus programas de desarrollo depredadores y corruptos. Los genes represivos del peñato, bien conocidos desde Atenco, han desatado los impulsos de los mandatarios estatales.

Los pretextos meramente judiciales para encarcelar opositores y disidentes son fáciles de fabricar y la táctica es, hasta ahora, muy eficaz. Su impacto más obvio es que crea vacíos de dirección y de militancia en organizaciones y movimientos y dificulta, con ello, su desempeño. Además constituye un escarmiento desmovilizador para muchas personas que están dispuestas a participar en acciones contra el régimen, pero no a costa de perder la libertad; por añadidura, tiene un fuerte impacto mediático al homologar ante la opinión pública a presos políticos con delincuentes comunes, lo que facilita la difamación de los primeros. Pero lo más grave es que obliga a los movimientos a distraerse de sus objetivos originales para ocuparse de la liberación de sus presos y de la solidaridad con ellos, generalmente –salvo los del DF– enviados a penales muy distantes de sus lugares de residencia, maltratados y sometidos a castigos injustificados y a condiciones insalubres.

Es probable que, conforme el régimen avance en su descomposición y en la medida en que las resistencias se multipliquen, un mayor número de opositores sean enviados a la cárcel y acusados de delitos graves. Tales atropellos deben generar el rechazo contundente, mayoritario y, sobre todo, unitario, por parte de una sociedad cada vez más acotada en sus márgenes de expresión y de lucha por la democracia, la justicia y la vigencia de los derechos humanos.

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