Opinión
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Zorrilla en Palacio Nacional
J

osé Zorrilla, de segundo apellido Moral (sic), afamado ya por su Don Juan Tenorio, llegó a México en 1855, donde fue recibido espléndidamente como suelen hacerlo los ricachones mexicanos con los europeos, máxime cuando éstos saben pavonearse bien. Mientras brindaba constantemente por México y la fraternidad de mexicanos y españoles, escribía a un amigo diciéndole que “quisiera estar en México lo menos posible… donde estoy completamente descontento”.

Rindo aquí tributo a los trabajos sobre Zorrilla de Pablo Mora Pérez-Tejada, de la UNAM, que me recordó muchas cosas y me enseñó otras sobre esta sanguijuela social.

Es cierto que su obra, publicada en 1844, cuando su autor tenía apenas 27 años de edad, ya cobraba inusitado prestigio.

Había nacido en Valladolid, conocido reducto de lo que se conoce como la España Negra, y su señor padre, superintendente de policía, fue todo un modelo de dicha estirpe. Él, por supuesto, noble venido a menos, con el síndrome de su condición de hidalgo (hijo de algo) que le permitía transar mas no trabajar, intentó salir de pobre mediante el nobilísimo recurso del braguetazo que le acomodó en 1838 a una viuda rica y con muchos hijos… No le fue mal durante los nueve años que le duró viva, pues viajó dándose la gran vida.

A la defunción de la viuda le siguió la de su padre; por lo que Zorrilla pasa por España, vende lo poco que le queda y regresa a Francia.

De ahí salió por piernas, perseguido por las deudas; no obstante que otro mexicano lo había salvado de la cárcel rescatando una letra cuantiosa.

Su destino salvador fue México, donde vivió hasta 1866 con un fallido paréntesis explorador en Cuba. Precisamente desde ahí, le escribió a uno de sus mecenas mexicanos diciéndole que “al nacer español había nacido caballero (recontra sic)… y que nunca se batiría contra México ni escribiría una línea contra sus generosos hospedadores.

Veamos cómo cumplió su palabra.

En 1864 canceló un viaje de regreso por la llegada de Maximiliano y la buena relación que logró establecer con él, mediante diversas alabanzas poéticas. SM lo condecora con la Orden de Guadalupe y lo nombra director del Teatro Nacional y en 1866 le da licencia con goce de sueldo para que vaya a España a alimentarse para nutrir a los mexicanos…

Pero el imperio ya naufragaba y con él la aviaduría del ilustre dramaturgo, a quien se le deshizo la América que quiso hacer.

Su venganza, haciendo honor a su palabra de caballero español, fue su obra El drama del alma, en la cual, entre muchas linduras, le dedica a México las siguientes líneas:

¡Ojalá seas yankee y luterana:

entregarás al yankee tus hogares.

Por último, su remate, después de 32 páginas de halagos parecidos, no tiene desperdicio:

¡Nación infame y vil, nación atea!

¡Ojalá y seas yankee y yo lo vea!

Ahora que se cumplen 150 años de la primera vez que Zorrilla dirigió su obra en México, para quedar bien con Maximiliano, se le abren nuevamente las puertas de Palacio Nacional y su obra será cobijada por los muros que, se supone, deben hacer todo por la patria…