Opinión
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Mar de Historias

Al fin El Buen Fin

E

n medio de todos los problemas, carencias, atrocidades e injusticias que nos rodean, de pronto parece que lo más importante en la vida es comprar. Al parecer, este verbo –que todos conjugamos– ha venido a adquirir mayor relevancia que otros con la misma terminación: amar, respetar, imaginar, trabajar, soñar.

También el orden y el nivel de nuestras aspiraciones ha cambiado. Hoy parece que lo más digno de esfuerzo es conseguir descuentos, no importa cuánta energía y horas de nuestra vida –la única– tengamos que destinar a fin de aprovecharlos. Frente a la posibilidad de beneficiarse con precios castigados hasta en 70 por ciento, quién puede seguir teniendo como meta perfeccionarse en el trabajo, colaborar en lo posible al mejoramiento de la comunidad, aprender algo nuevo cada día.

I

Hago estas reflexiones porque en las últimas semanas el gran acontecimiento es El Buen Fin. En las conversaciones de oficina, de un escritorio a otro, salta la pregunta: ¿Piensas ir al Buen Fin? Entre los mensajes del celular aparecen imágenes tentadoras para que aprovechemos El Buen Fin renovando la casa, adquiriendo un coche o boletos de avión.

Cosa explicable: los medios han destinado buena parte de sus espacios a mostrar una enloquecedora danza de cifras adelgazadas –como si se hubieran hecho una liposucción relámpago– que prueban con innegable transparencia los ahorros que haremos en El Buen Fin: una especie de carnaval en el que todos podemos ocultar nuestra verdadera condición poniéndonos el disfraz de la riqueza.

Por tres días todo estará a nuestro alcance. Basta con quererlo para que podamos realizar el sueño de tener una pantalla de 90 pulgadas, una computadora ultramoderna, un refrigerador con diez encantadores compartimentos, un sala recubierta de piel, una mesa de mármol, galgos de porcelana y un banquillo con forma de pata de elefante.

La varita mágica para satisfacer los anhelos tantos años postergados es la tarjeta de crédito, cuyas mensualidades empezaremos a pagar en febrero, marzo, tal vez hasta junio. Son meses aún lejanos; de aquí a entonces, ya se verá qué malabarismos tendremos que hacer para cubrir el adeudo. Por el momento lo único que importa es permanecer atentos a las voces aterciopeladas o chillonas que le cantan al infinito placer de comprar algo, lo que sea.

II

Desde luego, apoyarse en cifras resulta un mecanismo eficaz para atraer compradores; pero es todavía mejor recurrir a las imágenes donde aparecen novios que contemplan en una tienda lo que será el mobiliario de su casa; abuelitas sonrientes, impecables, que miran con ojos de lujuria un sillón de cuatro posiciones y que, además, da masaje; parejas de la tercera edad que analizan una recámara con cabecera capitonada y dosel.

En el amplio abanico publicitario se toma muy en cuenta a la familia: el padre, la madre y sus dos hijos abriéndose paso entre una multitud de compradores frenéticos. El papá va adelante. No es posible verle la cara, pero es fácil imaginar su expresión satisfecha con sólo fijarse en la inmensa caja que lleva entre sus brazos. Ignoro qué contiene, pero estoy segura de que fue comprado a 29 mensualidades, con gran descuento y sin intereses.

La mamá va detrás. Camina de espaldas a la cámara, pero puede verse la cantidad de bolsas que lleva en brazos y manos. ¿Vestidos? ¿Maquillajes? ¿Aparatos eléctricos? ¿Un clóset plegable? Tampoco lo sé, pero imagino que con esas compras se está resarciendo por todo lo que no ha podido comprar durante meses. Supongo también que hacía mucho tiempo que no experimentaba tanta felicidad.

La siguen de cerca un niño y una niña. Llevan paquetes proporcionados a su estatura y, ellos sí, le regalan a la cámara una inmensa sonrisa que habla de la alegría que les causó permanecer una mañana o una tarde completas en un centro comercial, pasando de una tienda a otra hasta que al fin llegaron a la juguetería. De allí salieron con sus paquetes. ¿Qué habrá dentro? Quizás el monstruo electrónico de moda, la minicomputadora que tiene su prima, un celular decorado idéntico al que usó la estrella de una telenovela.

Quiero pensar que antes de este Buen Fin los niños de la foto han tenido otras experiencias dichosas: por ejemplo, los domingos en que sus padres los llevan de paseo a centros comerciales, olorosos a palomitas y cebolla, para que se distraigan viendo los aparadores, bajo la consigna de que no empiecen a pedir porque no vamos a comprarles nada. Esta vez fue distinto: salieron de la juguetería con bolsas llenas de ilusiones cumplidas y a muy buen precio.

III

Celebrar El Buen Fin parece algo nuevo. No es cierto. Siempre ha existido, a costo muy bajo, sólo que se llamaba y se vivía de otro modo. Cuando era niña pasé muchos buenos fines (de semana) con mi familia. Ir de paseo a Xochimilco o a Chapultepec con una bolsa llena de tacos de fideo era maravilloso. Pasarse la mañana en el Jardín de San Álvaro resultaba especialmente grato. Viajar a Los Remedios nos parecía algo fantástico.

En mi recuerdo, los mejores fines de semana los pasamos caminando sin rumbo por la ciudad antigua. En todas sus calles encontrábamos algo extraordinario: un edificio, un portón, una iglesia, un aparador, un kiosco, una placita. Todo lo veía envuelto en una especie de bruma que entonces no pude precisar: la magia del misterio y del tiempo.

IV

En mi colaboración de hoy no pretendí hacer un ensayo acerca del consumo ni mucho menos. No estoy capacitada para eso. Además, lo que me interesa es escribir cuentos. Siempre parten de la realidad. La que describí en esta página podría ser una ficción.