Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de octubre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Finanzas públicas sanas, cuerpo enfermo
E

l gobierno puede presumir de haber resguardado la estabilidad monetaria y financiera, con la ayuda siempre solícita del Banco de México, cuyo gobernador relecto felicita al Presidente por tan loable tarea. Puede también, reiterar su mantra sobre las bondades que traerán consigo las reformas estructurales que tanto necesitábamos.

Para esto cuenta con el auxilio comedido pero exigente de empresarios y corsarios de aquí, allá y acullá, siempre listos para cosechar, pero poco dispuestos a sembrar crecimiento con inversiones y contribuciones. Lo que el gobierno no puede hacer, aunque de vez en vez lo intente, es presumir de haber recuperado el ritmo de actividad económica socialmente necesaria, como tampoco puede hacerlo en el plano de la seguridad pública que oprime la seguridad personal y familiar.

José Ángel Gurría vino, vio y vendió, como acostumbra hacerlo, pero esta vez emitió mensajes poco halagüeños. México es el país más desigual de la OCDE, advirtió en mensaje grabado en el 47 Foro Nacional de la Industria Química, clamó por una nueva ronda de reformas (la segunda según él, pero sería en realidad la tercera), para dar paso a un diagnóstico dramático del estado real de un sistema de pensiones que no rindió lo que se quería y esperaba y reclama, dicen los analistas y estrategas de la OCDE, de correctivos draconianos.

Por su parte, el presidente Peña reconoció que lamentablemente hay más pobres en el país, aunque menos en pobreza extrema, y convocó a unir y coordinar esfuerzos a partir de nuevas evaluaciones. Es como si al alimón, el secretario del mal llamado club de los ricos y el Presidente de la República dijeran a coro al secretario Meade y los suyos: Dejarse de especulaciones y búsqueda de criterios salvadores que reduzcan la pobreza como por ensalmo. Con tanta desigualdad y tan poco crecimiento no puede haber milagro de peces y panes. Hay que dar un giro.

En el fondo, lo que nos aqueja sin tregua es un divorcio nada amistoso entre economía y sociedad que el Estado, incluido al actual gobierno, no ha querido reconocer. Los pretextos y las explicaciones son muchos, pero en muy pocas ocasiones se admite que, en el fondo, la tan celebrada estabilidad macroeconómica no sólo está prendida de alfileres, como en el pasado, sino que en gran medida depende de que no haya mucho crecimiento, ni la inversión pública necesaria para empezar a trazar otra trayectoria, mucho menos el gasto social que se requiere para proteger a los más vulnerables y crear condiciones mínimas para que niños y jóvenes no vean desde su temprana edad frustrado su porvenir.

No hay adolescentes con un brillante porvenir, pero sí muchos jóvenes a la ventura, para recordar dos viejas novelas de John Dos Passos. Lo malo es que esta ventura se troca en muchos casos en trágica desventura por la inocupación, la falta de espacios en la educación superior o la opción por la peor de las informalidades que es la de la criminalidad organizada. Pero así es como hasta hoy se ha venido quemando, hasta calcinarse, el famoso bono demográfico.

Al no convertirse en ocupación y educación, el bono amenaza con fiereza al otro flotado a fin de siglo y tiene que ver con la hoy vilipendiada democracia que muy pocos aprecian. El cruce de tendencias no puede sino arrojar malestar y descontento en y con la democracia, la economía, el privilegio y la injusticia que se desparrama por territorios y familias.

Según el inventario que la OCDE se sirvió ofrecernos, el futuro ya nos alcanzó con un sistema para el retiro con pies de barro, muchos niños pobres y empobrecidos y más jóvenes sometidos al desperdicio. Frente a este lúgubre telón, se encuentra poca o ninguna disposición de las elites para contribuir con sus impuestos e inversiones y así reditar y reinventar el desarrollo.

La resultante es un panorama desolador de desconfianza y renuencia a montar escenarios de cooperación social que, a su vez, propicien intentar nuevas formas de colaboración política que no aterricen en el ridículo grotesco en que lo ha hecho el tan festejado Pacto por México.

Frente a estos panoramas, más que un valle del asombro, como llamara el gran Peter Brook a su obra más reciente, lo que encaramos es una olla de sombras donde reinan la especulación y el abuso de poder, y donde lo único cierto es lo incierto. En esta circunstancia, que ha dejado de ser coyuntural para volverse maldición de la estructura, no debía tener más cabida la insistencia, que suena a jaculatoria, de hacer de las finanzas públicas sanas el objetivo principal, casi único, de la política.

La aberración de convertir en mandato de ley el equilibrio fiscal, el déficit cero que pone en trance a los panistas, debería dar paso a otra cultura y otro compromiso en materia de finanzas públicas. A una reforma de la hacienda pública que transforme al Estado en un Estado fiscal digno de tal nombre, por su capacidad para recaudar y gastar con eficacia y equidad. Aferrarse a ese mandamiento implica empecinarse en empedrar los caminos del infierno, cuando nos ha llegado la lumbre a los aparejos con un legado desolador de desperdicio de recursos y abandono de la juventud y las instituciones fundamentales para la reproducción social y económica del país.

La salud de las finanzas, cuando se basa en la contención permanente del gasto y la inversión públicos, de los salarios y los emprendimientos del Estado para promover el crecimiento y la innovación tecnológica y social, no puede darnos un cuerpo social y político vigoroso, sino blandengue; mucho menos un ingenio y una imaginación colectivos para el desarrollo. Lo que nos da, sin escape, es el delirio del espíritu público, lindante con la insania o la histeria.